Cultura

Asomados a las entrañas

Bajo el suelo que pisamos duerme una Sevilla incógnita y fantasmagórica, una ciudad de pasadizos, criptas, sótanos y túneles en la que el pasado sigue siendo el presente. Uno de sus muchos accesos se halla en el colegio de las teresianas.

el 02 feb 2014 / 23:30 h.

Aspecto de la capilla subterránea del Centro Itálica, utilizada para la celebración de misas en ocasiones especiales. / Foto: J.M.Paisano (Atese) Aspecto de la capilla subterránea del Centro Itálica, utilizada para la celebración de misas en ocasiones especiales. / Foto: J.M.Paisano (Atese)

Los aficionados al misterio juran que esa calle estrechita y pequeña, Arguijo, es el lugar con más fantasmas por metro cuadrado de toda Sevilla. Inmaculada Díez conoce bien dicha fama, y no solo a causa de su pasión confesa por todo lo extraordinario:esta titulada en Turismo y guía de la Casa de la Condesa de Lebrija (a apenas cincuenta metros de allí, en la calle Cuna) estudió de pequeña en el colegio de las teresianas, el Centro Itálica, corazón de la callejuela y lugar donde hoy comienza una ruta apócrifa (no por falsa, sino por extraoficial, extracanónica, extravagante y ajena a los libros sagrados del turismo) con una mirada diferente en busca de las joyas de las que casi nadie habla. Un itinerario que llevará varias semanas en las que Inma actuará, en muchos casos, como cicerone.

Son las cuatro de la tarde, pero el cielo, embarbascado con sus nubarrones, lleva rato adelantando el crepúsculo. En una amena conversación sobre enigmas y espectros mientras se espera al fotógrafo, la guía señala desde la calle el edificio y cuenta que el aula donde ella estudiaba estaba pared con pared con un viejo restaurante cerrado hace ya años, famoso por sus poltergeist. Esta circunstancia añade un entusiasmo especial (otros dirían que «le viene como el aceite a las espinacas»)a la visita de los pasadizos subterráneos de la institución, de los que en principio solo se sabe lo que explica la directora, Pilar Gascón, una vez dentro: que el edificio es del siglo XVI y que entonces el subterráneo ya estaba allí. Sin embargo, el recorrido no se hará en compañía de la amable directora Gascón, sino de Carmen. «Carmelita, me llaman». Una simpatiquísima y andalucísima empleada de uniforme azul que, veterana del lugar, no quiere ni oír hablar de cosas del más allá. Su oposición inicial a emprender esta excursión (»Yo p’abajo, no. Yo no voy a ver las cuevas») se convierte en cuestión de segundos en una graciosa advertencia: «Yo, ni los he visto ni los quiero ver, ¿eh?».

Inmaculada Díez, al fondo del pasadizo y junto a los antiguos aljibes. Inmaculada Díez, al fondo del pasadizo y junto a los antiguos aljibes.

El primer descenso, por una escalerilla a un costado del patio central, no es a los infiernos, sino a los trasteros. Distrae mucho de la atmósfera inquietante el hecho de que aquello se use como almacén de chismes: pupitres, ventiladores, estufas, botes y frascos, botellas, tubos de neón, azulejos, un arbolito de Navidad... La sensación inicial de cutrerío se compensa sobradamente con unas bóvedas bajísimas y una galería sin duda mayor de lo que allí se ve, presumiblemente parte de un pasadizo que fue cegado de forma abrupta. Y al fondo, las enormes cisternas. «Lo único que puedo decir de esos aljibes», comentaría luego la directora, en la despedida, «es que están a la misma altura que los del Antiquarium, y esos son romanos». La humedad es intensa y hay que andar con actitud reverente, casi penitencial, no tanto por la piedad que despiertan estas reliquias del pasado como porque, de lo contrario, se abre uno la cabeza. Más imponente es, al otro lado del edificio, la capilla subterránea. También promete ser parte de un entramado mayor de túneles, hoy ya perdido, que probablemente compartan el resto de los caserones de la zona como las tripas de una vieja Sevilla demasiado costosa de desenterrar. Hay rincones donde no se oye nada, y otros en que la voz reverbera, retumba como si el lugar prestase sus bronquios al visitante. Carmelita no para de avisar: «¡La cabeza! ¡Cuidado con la cabeza!». No hay cobertura: otra de las virtudes del pasado.

«Una de las cosas que me llamó la atención, y de la que yo no tenía constancia, fue ese aljibe y la procedencia natural del agua», cuenta Inma, más tarde. «¿Podría ser romano por estar a la misma altura que los restos que hay en la Encarnación? ¿Y formaría parte de la red de saneamiento de la época? No lo sé, pero me resultó muy curioso. Aunque lo que más me sorprendió de la visita fueron las paredes, más exactamente los ladrillos que la forman, tanto de la capilla como del túnel (aunque en éste se apreciaba en muy pocas partes), porque me parecieron que eran los originales de la época en la que fueron construidos. Cuando estábamos abajo observando todo aquello me preguntaba cuántas personas de diferentes épocas habrían pasado por aquellas galerías, y sobre todo para qué. Espero que algún día lo descubramos».

¿Sí? ¿Seguro que es mejor descubrirlo que no? Ciertas cosas son lo suficientemente bellas o sugerentes como para tenerse más que merecido el privilegio de la incertidumbre. La imaginación, aquí, se juega mucho. Carmelita acabó la tarde sin ver fantasmas porque no quería verlos. Sin embargo, antes de las cuatro, cuando en la calle sólo estaban los nubarrones y todavía no habían llegado ni la guía ni el fotógrafo, apareció en la esquina, de sopetón, un muchacho apalancado en la pared, en actitud no se sabe si de espera o si de olvido, con un ramo de herberas amarillas aún sin abrir y los ojos cerrados en un rostro becqueriano. Igual que llegó, desapareció. En este mundo, cuando se los quiere ver, los fantasmas tienen la cortesía de aparecerse. Es lo que hace el haber ido a un buen colegio.

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