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Asuntos de mujeres

Hablar de asuntos de mujeres tiene su riesgo, pues durante demasiado tiempo a éstos se les ha identificado con un mundo menor, de cosas pequeñas, sin complicaciones...

el 15 sep 2009 / 02:26 h.

Hablar de asuntos de mujeres tiene su riesgo, pues durante demasiado tiempo a éstos se les ha identificado con un mundo menor, de cosas pequeñas, sin complicaciones, frente a la gran envergadura de las cuestiones que afrontan los hombres, que ni más ni menos tienen que resolver los problemas del mundo que descansa sobre sus hombros. De ahí que la incorporación de las mujeres a esta noble y titánica tarea haya sido tan difícil. Al margen de razones complejas que no podemos abordar, tenían que demostrar que contaban con la racionalidad suficiente que requiere la construcción de las grandes soluciones; y parece que en eso estamos todavía, pues mayoritariamente ellos continúan siendo los jefes y nosotras seguimos aprendiendo. Aún a riesgo de que se me entienda que trato un tema menor, voy a hablar de los asuntos de las mujeres. El escenario en el que me ubico o me quiero ubicar es el de las mañanas de la ciudad, en el que discurre el trasiego de hombres y mujeres que se mueven de forma muy diferente. De pie, en los cafés y con trajes oscuros, los hombres representantes de la oficialidad local ocupan un espacio en el que el refrigerio viene a sustituir al encuentro en el despacho, en un alargamiento de la jornada de trabajo para que el retorno a la casa sea el que corresponde; por eso saldrán de nuevo y lo repetirán con el aperitivo. Además, el paseo de vuelta en grupo, seguro que tranquiliza a los vecinos. También están los que se desplazan a hacer gestiones en las entidades financieras y demás oficinas, claro está que esas son las importantes, porque las pequeñas, las caseras, se les encargan a las esposas, que ya han aprendido. Tampoco podemos olvidar a los que hacen los negocios a través de los móviles; negocios de todo tipo a tenor de las palabras que se escapan o las frases que se oyen.

En esta Sevilla barroca en la que nadie es lo que aparenta o, mejor dicho, en la que se es lo que parece, estos ciudadanos con una estética propia de chaquetas claras, incluso rosas, pañuelos a juego en un intento de modernidad, venden, negocian, ajustan hasta lo inimaginable. Y en este escenario discurren también las mujeres; mujeres que son funcionarias, profesionales, tienen un empleo, o carecen de él y manejan sus tiempos y sus espacios de manera muy diferente. No patean la ciudad, sino la crean. Están en sus asuntos, que son muy distintos, pues se trata de sacar al tiempo su máximo rendimiento, para adquirir esas pequeñas cosas y no tan pequeñas que se necesitan, y así aprovechan para hacer la compra de lo que hace falta, no para ellas sino para los suyos. Aunque en estos días en los que la necesidad de terminar el traje de flamenca y adquirir sus abalorios convierten las tiendas en todo un espectáculo de matices, colores, sugerencias, construyen un espacio de relación armónico en el que puede ser que todas terminen opinando sobre una determinada elección, en una suerte de complicidad que va más allá de la decisión que se toma. Complicidad que viene de muy lejos, procedente de los mundos interiores en los que se forjaron los silencios impuestos y la riqueza evidente de las que atesoran una memoria colectiva. Y a todo esto resulta que en una clínica privada de Cádiz sus dirigentes solo ven a unas mujeres que han se exponer sus curvas y enseñar sus piernas, como si esas fueran las mejores virtudes de unas profesionales a las que quieren exponer como trofeos. Qué poco saben. No se han enterado de nada.

Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide

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