Hace ahora cuarenta años, Guy Debord y sus colegas de la Internacional Situacionista tenían sumida a París en un auténtico caos. Lo que al principio fue una mera protesta estudiantil, se convirtió pronto en una importante revuelta en la que participaron trabajadores, parados, activistas políticos, intelectuales y manifestantes de distintos pelaje y procedencia; todo ello, en gran parte, gracias a los situacionistas, una pandilla de radicales subversivos cuya influencia fue decisiva.
Durante los primeros días de mayo, los situacionistas invadieron la ciudad de panfletos y octavillas con eslóganes extremos: "No trabajéis", "Ocupad las fábricas", "Abolid la sociedad de clases", "Aniquilad la Universidad", "Muerte a los polis", "La humanidad no será feliz hasta el día en que el último burócrata sea colgado con las tripas del último capitalista". El objetivo era ambicioso: "la simple protesta de la Universidad burguesa (La Sorbona) es insignificante cuando es toda esta sociedad la que debe ser destruida". Los situacionistas estaban convencidos de que asistirían a una auténtica revolución social.
Los estudiantes, por su parte, realizaban pintadas en un tono algo distinto. Una muy repetida decía así: "Bajo los adoquines, la playa". Apenas hace falta insistir en que los adoquines eran la estructura de poder del sistema capitalista, y la playa la promesa de un mundo mejor y más humano. La gran mayoría pensaba que las cosas acabarían cambiando.
Una minoría era, sin embargo, más bien escéptica. A ella pertenecía el filósofo Michel Foucault. Como buen nietzscheano, Foucault afirmaba que las relaciones de poder no desaparecerían nunca; a lo sumo, el poder sería arrebatado de las manos de unos para caer a continuación en las de otros. Todo lo demás eran cantos de sirenas. No obstante, aun sabiendo que la lucha jamás tiene final, no había que dejar de combatir.
Nos viene a la cabeza la famosa frase de El Gatopardo, pronunciada en un contexto similar: "Algo debe cambiar para que todo siga igual".