Cultura

Bolívar remendó el tedio

Torear, lo que se dice torear, sólo lo hizo el colombiano Luis Bolívar. En parte por salir firme y verdaderamente resuelto a triunfar por encima de las circunstancias. En parte también por sortear los dos únicos toros que, pese a su cantada mansedumbre, permitieron el toreo contemporáneo.

el 16 sep 2009 / 01:44 h.

Torear, lo que se dice torear, sólo lo hizo el colombiano Luis Bolívar. En parte por salir firme y verdaderamente resuelto a triunfar por encima de las circunstancias. En parte también por sortear los dos únicos toros que, pese a su cantada mansedumbre, permitieron el toreo contemporáneo que no merecieron nunca el resto de un encierro del que se esperaba más, mucho más.

Y es que los toros de Peñajara habían despertado cierta ilusión después de los excelentes resultados cosechados el pasado año en la feria de San Isidro y no hace tanto, en las Fallas valencianas. Desgraciadamente, haciendo honor al tono desgraciado que ha mantenido esta pequeña y barata isidrada hispalense que ha servido de amargo aperitivo de los días grandes, la corrida que se lidió ayer en la plaza de la Maestranza fue un muestrario de toros mansos, deslucidos e ilidiables que habrían merecido un simple macheteo.

La corrida transcurrió además en medio de un clima de extraña sumisión de un público que sólo al final, en contados momentos, mostró su impaciencia. La gente aparecía abstraída, ajena a lo poco que transcurría en el ruedo aunque despertó, vaya si despertó, cuando Luis Bolívar persistió en su empeño de sacar lo bueno que escondía el enorme y manso torazo que cerró la tarde.

Como el resto de la corrida, quedó prácticamente crudo en varas después de andar a su aire en la lidia para emplazarse en los medios. El diestro colombiano supo extraer a base de firmeza, de citar siempre cruzado en el inicio de las series el buen fondo del animal que pese a su mansedumbre, embistió con largura en tres series diestras, templadas y bien instrumentadas que cimentaron la faena. Aún fue capaz de cambiarse el engaño de mano para pasarlo al natural en dos series con el toro definitivamente entregado. Había roto la faena y había despertado el público de una larga siesta. Supo cortar a tiempo el colombiano cuando comprobó que el animal, definitivamente agotado, no iba a aguantar una nueva serie diestra. Lo cerró con torería aprovechando sus últimos viajes para matarlo a ley obteniendo, in extremis el único trofeo de la tarde; una oreja que, de las tres cortadas hasta ahora, es con diferencia cualificada la de mayor peso específico.

Pero Bolívar ya había mostrado parte de su calidad ante el tercero de la tarde, un animal manso, deslucido y aquerenciado en el Sol al que había instrumentado un lucido recibo capotero por verónicas. El toro llegó al último tercio cantando una fortísima querencia a las tablas del tendido diez a las que marchó resuelto el joven Bolívar para sacarlo con autoridad. Alejado por fin de esa querencia, al otro lado de la plaza, embistió con violencia el toro en la muleta del colombiano que tuvo la virtud de templarlo siempre, sin dejar que le enganchara jamás la muleta para tocarlo a tiempo provocando su embestida. Los vibrantes viajes del animal, no se sabe si por bravo o por su genio, llegaron mucho al tendido pero duraron muy poco. Fue quedándose corto el de Peñajara, cantando sus querencias y la faena se diluyó como un azucarillo en un vaso de agua. Afortunadamente aún le quedaba ese cartucho final con el que ya no iba a errar el tiro.

No se puede culpar de casi nada al francés Juan Bautista y al sevillano Antonio Barrera que completaban este aburrido festival de las naciones que, por fin, da paso esta tarde a los carteles de fuste que justifican el carísimo abono. Barrera sorteó en primer lugar un animal flojo, manso y sin un pase que despertó indeseados fantasmas cuando enganchó por las entretelas del vestido a Paco Peña en unos segundos angustiosos en los que parecía que estaba colgado por el pecho. El terreno, hasta el color del vestido y la forma de ser enganchado a la salida del par de banderillas recordaron a un suceso que vistió de luto a la Fiesta. Pero a Peña le asió el Ángel de la Guarda y lo libró de lo peor. Profesional, sencilla y rabiosamente torero se zafó del pitón y volvió a tomar su capote sin un sólo gesto, sin ningún aspaviento para, como siempre, colocarse en su sitio. Con un par.

El caso es que el toro pasaba con la cara por las nubes, rebañando, quedándose muy corto y desarrollando un peligro sordo mientras Barrera intentaba cumplir el expediente para estructurar una faena más o menos reglada que no podía ser en ningún caso. Sólo cabía poderle y echarlo abajo. Carecía de sentido prolongar lo que no podía ir a ninguna parte. Algo parecido le sucedió ante el cuarto de la tarde, otro animal imposible y soso, un auténtico mulo que se quedó esperando en banderillas como un marmolillo congelado y que sólo merecía un macheteo por la cara. Pero Barrera volvió a emperrarse en unas eternas probaturas que ni él mismo se creía mientras el público permanecía absolutamente ausente. El toro estaba ya absolutamente aplomado mientras el diestro sevillano persistía en citar de manual cuando el aburrimiento iniciaba un camino sin retorno.

Más de lo mismo para el francés Juan Bautista, que el pasado año se quedó sin torear en Sevilla por aquello de las famosas suspensiones. Pudo lucirse en el amplio y variado recibo capotero que instrumentó al segundo de la tarde, un toro que se desplazó en las verónicas y delantales del francés cambiando a peor a lo largo de su lidia. Destroncado en un tremendo volantín, resultó bruto y violento en la muleta, acortando los viajes progresivamente hasta quedarse sin embestida digna de tal nombre.

Repitió la misma historia al enfrentarse al quinto de la tarde, un toro deslucido y sin entrega que embestía a trompicones, al que prolongó el trasteo sin rumbo ni sentido, intentando sacar agua de un pozo seco o justificando su presencia en escenario tan lujoso. Esta vez la gente si se impacientó. Estaba harta.

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