De pequeño me causaba una gran impresión entrar en aquella Capilla de afuera de la ciudad con hechuras de templo grande, y encontrarme, en la penumbra, con aquel Crucificado poderoso y de mirada angustiada cuya silueta se recortaba sobre el fondo marmóreo que le servía de retablo.
Era el mismo Cristo que cada tarde de Viernes Santo parecía navegar, calle Castilla abajo, sobre un mar de cabezas, empujado por la resaca de una marea de oraciones que le arrastraba hasta la otra orilla de la ciudad. Perfecta geometría de la muerte la de este Jesús Crucificado que, sin embargo, era y es todo un grito de vida. Me contaban mis mayores que, más allá de ancestrales leyendas, en este Cristo habían depositado su confianza generaciones enteras de trianeros que se identificaban con su dolor y se conmovían con el hálito de vida que se escapaba de su boca entreabierta y con la luz huidiza de sus ojos.
Pude comprobar la certeza de tales afirmaciones al quedar atrapado, para siempre, en el abrazo eterno de ternura de este Cristo que se eleva -presagio de Resurrección- sobre el mástil de la Cruz como una vela henchida por el viento.
Esta semana, la bendita Imagen de ese Cristo de mi niñez ha sido noticia. De un lado, su figura inconfundible centraliza el cartel de la Semana Santa trianera magistralmente ejecutado por Isabel Sola, capaz, como nadie, de captar con sus pinceles la luz malva del atardecer de un día cualquiera de la Semana Santa. De otro, se cumplió el pasado día 26 el cuarenta aniversario de un incendio que pudo privarnos para siempre de la Sagrada imagen del Señor, lo que desgraciadamente sucedió con la de su Bendita Madre, cuyo recuerdo sí forma parte del tesoro de aquellas imágenes que la niñez graba indeleblemente para siempre en el corazón de los hombres. Hoy este artículo es un tributo de devoción para este Cristo expirante que se salvó del fuego para seguir siendo, como dice la Escritura, Él mismo hoy, ayer y siempre.