Recién cumplido un año de la toma de posesión del nuevo Gobierno, tras las elecciones de marzo del año pasado, se ha producido un cambio no por esperado menos deseado. En nuestro caso por partida doble. Gobiernos central y autonómico mudan la ropa. La situación a la que hay que hacer frente no admite demoras. Las expectativas no son, por desgracia, muy halagüeñas. Es urgente aplicarse, hacerlo de inmediato.
Ésta parece haber sido la disposición de quienes acaban de ser nombrados. Visto como está el patio, pusieron fin a sus vacaciones para ponerse sin dilaciones a la tarea. Pero paradójicamente, esto que debería ser entendido como una decisión normal, parte del quehacer de todo responsable público, se interpreta, mal que nos pese, como un acontecimiento excepcional, como algo poco común. Y esto puede que sea así, tal vez, y digo sólo tal vez, porque quizás estemos demasiado acostumbrados a considerar un sacrificio lo que no es más que cumplir con lo debido, actuar con sentido de responsabilidad.
Tal vez, también, porque somos demasiado condescendientes con quienes, sin el menor decoro, abandonan sin más el cumplimiento de los compromisos contraídos. O por ser extremadamente indulgentes con quienes conciben la función pública no como el ejercicio, a veces enojoso, siempre difícil, de un servicio público, un servicio a la sociedad, encaminado a la búsqueda del interés general, sino, más bien, como una manera, como una vía de acceso relativamente rápida y fácil, de obtener privilegios reservados a unos pocos.
Aún no es posible saber hacia dónde se orientarán las nuevas políticas. Si asistiremos, como meros espectadores, a una nueva reedición del drama lampedusiano, con tan solo unos cambios en los actores para que todo siga tal cual. O bien, armados de voluntariosa fe, dejar que sea el tiempo ?como ha invocado Barack Obama? el que dicte sentencia, y esperar que la acción pública cambie su curso. Mientras tanto, los problemas se agravan, aunque más para unos que para otros.
Y, además, constatamos cómo la vida nos muestra, una y otra vez, que no soporta bien las leyes de la mecánica. Se lo impide su naturaleza imprevisible. Y, en consecuencia, el intento desesperado para que todo encaje de nuevo, sea como sea, es inútil. Ya no es necesario el relojero. Hoy más que nunca es imprescindible el concurso de todos. La presencia activa de la población en la toma de decisiones públicas. La sociedad movilizada. La política debe ser reinventada. Cuando la vida languidece, es bueno, a veces, un cambio de ritmo. Es como la música. En ocasiones lenta, en ocasiones vigorosa. Quienes vivimos en Andalucía lo sabemos bien.
Transitamos, a toda prisa, desde el lamento al contento, desde el silencio a la algarabía, desde el son pausado al ritmo más alegre. Esperemos que la primavera, recién estrenada, vista de color al sombrío y desnudo invierno, que se alargó más de lo conveniente y aún se resiste a dejarnos. Que los vientos cambien de orientación y se refresquen con aires nuevos. Que cambie el ritmo, que cambie el rumbo.
Doctor en Economía
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