M. Jiménez Carreira
Eran las cinco y media de la tarde y ya costaba acercarse a San Andrés. Incluso dos horas antes de la salida de Santa Marta había personas apostadas en las vallas que cercaban la puerta del templo. "Aquí llevamos desde las cuatro y media, mi madre -María, una señora octogenaria- y yo", explicaba Feli. "Venimos desde Los Príncipes todos los años para ver esta hermandad, la que más nos impresiona".
Un grupo de amigos, dividido en dos por las vallas de la plazuela, se saludaba con la mano. "Nos vemos en las Penas", se dijeron por el móvil. Era imposible cruzar al otro lado. Dos minutos antes de la hora oficial de salida se abrieron las puertas de San Andrés. El público pidió silencio. Sólo se escuchaba el repique de la campana de la iglesia. "¿Y esa campanita?", preguntó Lucas, un niño de seis años, a su padre. "Toca porque el Señor está ya muerto. Como cuando se muere alguien en el pueblo".
El silencio se intensificó cuando el misterio cruzó el dintel. Resonaban en toda la plaza las zapatillas de los costaleros bajando por la rampa. "Despacio, muy despacio", mandaba el capataz, Manuel Villanueva. A pesar del barroquismo del paso, fue un detalle el que congregó más miradas: "Ésa es la rosa que te decía, ¿la ves? Representa que ha florecido la última gota de la sangre de Cristo".
Sobraban las palabras. El misterio de Santa Marta, cargado de realismo, había comenzado a recorrer el corazón de Sevilla. "Es el Señor, que se lo llevan muerto", sentenció bajito, como para sí misma, una anciana.