El barrio de Santa Cruz es un completo muestrario de marcas extrañas en las fachadas, como estas ruedas colocadas como guardacantones o topes ante el paso de los carruajes. / Paco Puentes La sombra de los soportales de la calle Alemanes es, sin duda, uno de los monumentos más antiguos, íntimos y maravillosos de Sevilla. Siempre ha estado ahí, ¿por qué no pensar que desde tiempos de los romanos?, refrescando antaño los zaguanes y las tiendecitas y protegiendo, hoy, los postaleros y los veladores para turistas de manual. Hace siglos que la luz del sol no ha dado por algunos de sus ángulos. Tantos años puede tener aquello que, en una de las añosas vigas que sostienen ese pasaje, hay una inscripción que reza así: Soi de Kreybig. En su libro Recuerdos de mi viaje por España, escrito a mediados del XIX (cuando este país era para los científicos un vergel de exotismos inagotables dignos de estudio científico), el naturalista alemán Emil Adolf Rossmässler hablaba admirado de los Kreybig valencianos y de su riquísimo bazar repleto de «cristalería de Bohemia, artículos de metal de Remschend y Solingen, juguetes y lamparillas de noche de Nuremberg, al lado de limas inglesas y bisutería francesa», amén de otro sinfín de selectas y carísimas fruslerías solo aptas para adinerados. Seguro que el Kreybig sevillano pertenecía a este linaje, y se vino aquí en busca de la gran joya de los productos sevillanos: la sombra. Y con esa firma en la viga, la patentaba para los restos. Soi de Kreybig, dice no la viga, sino el charquito fresco y oscuro que tanto refugio ha brindado al caminante, y que bien habría hecho millonario a su dueño de haber cobrado este algún peaje a los usuarios. Al paisano común se le escapan muchos de estos detalles, si para dar con ellos tiene que levantar la vista u observar de reojo. El sevillano raso camina como los caballos de sus carruajes: con unas anteojeras imaginarias que solo le dejan ver lo que ya tenía previsto; el camino marcado con antelación, lo cual es un auténtico sacrilegio en esta ciudad. Por eso, en esta nueva entrega de la ruta por la Sevilla más extravagante e insospechada, la guía Inmaculada Díez arroja luz sobre aquello en lo que raramente se fija nadie: las muescas en una pared, la reja extraña con una historia detrás, el objeto mil veces contemplado pero en el que jamás se ha pensado, la sorpresa asomada a un primer piso, las curiosidades de las fachadas... Hoy, el paseo es para esas casas marcadas que tanto abundan por el centro de Sevilla y que tantas preguntas formulan al paseante indiferente, sin obtener respuesta. Marcadas, sí, pero... ¿qué clase de marcas? Eso depende del camino que se elija. Un pequeño ejemplo, casi anecdótico: en uno de los rincones más sugerentes del casco antiguo, ese que se forma bajo un viejo farol del barrio de Santa Cruz en la coyuntura de las calles Vida y Agua, hay un ventanuco por el que no cabría ni el más pequeño de los niños que tuviera la osadía de intentarlo. Y sin embargo, esa ventanilla está celada por una reja. ¿Contra qué protege esa reja? ¿A quién cierra el paso, si hasta un gato podría infiltrarse por ella, y nada quita o agrega a las dimensiones de aquello que custodia? Es, sin duda, un misterio para quien se fije en ella. Y así, en docenas de detalles, se muestra la Sevilla antigua, repleta de pensiones y patios con helechos, de empedrados de ecos medievales y jaulas con canario: mediante misterios y adivinanzas. Hay marcas fáciles de descubrir, no obstante: tras la restauración de la fachada de la Catedral reaparecieron, por el fondo del Sagrario, las pintadas del llamado vítor o víctor (los lectores de más edad recordarán el tristemente célebre Vítor del Caudillo, que era exactamente lo mismo): un anagrama relativo a la victoria. Estas pintadas las inscribían desde finales de la Edad Media quienes conseguían algún pequeño o gran triunfo en sus vidas. Algunas fuentes sostienen que eran grafitis de universitarios que habían conseguido terminar sus estudios, y que en la composición de la tintura habría incluso algo de su propia sangre, para añadir dramatismo y solemnidad al asunto. Pero por encima de todo y sin contar los azulejos conmemorativos, las marcas por excelencia de las fachadas de esta zona madre de Sevilla son las cruces y las ruedas. La gente pasa ante ellas, pero estaría bien que se hiciese un estudio científico sobre cuántos de los transeúntes que lo hacen se han llegado a preguntar alguna vez el porqué de su existencia. Una encrucijada donde se pueden apreciar ambas modalidades es la que forman las calles Cruces (mírese por dónde el nombre) y Ximénez de Enciso), a un palmo de Santa María la Blanca. Explica Inma que las cruces tenían una función que iba más allá de la simple piedad. Para comprenderla, hay que tener presente que la gente ha sido siempre muy guarra y jamás se ha arredrado, llegado el momento del gargajo, de la ventosidad, del eructo y de hacer aguas menores y hasta mayores, por hallarse en sitio público. Sabido es que, en Sevilla, la principal utilidad del espacio entre dos coches aparcados es la de poner a orinar al niño. Pues esto, antes, era mil veces peor que ahora. El paisano se aflojaba el calzón donde buenamente le pillase la urgencia y allá que se aliviaba sin recato, ya fuese fachada de casa señorial o de convento. Para ello se colocaron las cruces: porque todavía quedaba alguna cosa que la gente medio respetaba: lo sagrado. Y así, el paisano con necesidades apremiantes, ya puestos, aguantaba cinco metros más hasta llegar a otra casa sin cruz ante la que el desahogo de los esfínteres no añadiese a sus tribulaciones más años de purgatorio. Los duques y marqueses lograron así que sus muros no apestasen ni se pudriesen por efecto de los ácidos del cuerpo humano. Pero aún les quedaba otro problema por resolver: los desconchones debidos al paso de los carruajes y a los roces de sus ruedas por esas calles tan estrechas. Como protectores, colocaban los dueños de estos caserones sus buenas piedras de molino a modo de escudos. O quién sabe si los ponían para los sevillanos esos que andan como caballos con anteojeras. La ruta no puede terminar aquí. Pero quédese el lector con un detalle inefable hasta la próxima entrega: de entre los centenares de azulejos conmemorativos que hay por Sevilla, el de la calle Justino de Neve en su desembocadura a la Plaza de los Venerables:«Dice el rumor popular que en este lugar del barrio...» nació aquel que inspiró, «haciendo eco de la leyenda», el personaje del Tenorio. Dice el rumor. Popular. Haciendo eco de la leyenda. Personaje imaginario... ¡y va Sevilla y le pone a eso un monumento! Lo que se pierde la gente por no mirar.