Ha vuelto Abdessadak Chekara a Sevilla en los sones de quienes recibieron su herencia no sé cuantos años después de que, de la mano del libreto de Pepe Heredia Maya, tocara y cantara con los Montoya en Maqama Honda. En el intermedio han ocurrido muchas cosas: se divulgó la noticia de que existía una música llamada andalusí y el Lebrijano continuó -casi por chiripa en el Monasterio de San Jerónimo- la fusión con ella por mucho tiempo. A partir de ahí en todos los casamientos de Marruecos se canta la Tarara que Lorca metió en Café de Chinitas.
La música andalusí, llegada antes que los moriscos -Abenjaldun la cita en su obra- siguió, durante el Protectorado, los mismos pasos que aquí recorría el flamenco: divertía a los ricos de ambas orillas y se banalizaba porque había que vivir. Como en las artesanías, la religiosidad popular y otras cosas, Chekara y Manolo Caracol eran imágenes especulares del mismo libro con páginas, cosidas por el Estrecho, en uno y otro lado: almacenaban tradiciones, las sacaban de tanto en tanto, raramente, pero cada noche entonaban lo que gustaba al respetable.
El flamenco gozó desde la llegada de la democracia de una protección excepcional; gracias a ella, por un lado, se ha inventariado su patrimonio y, por otro, ha evolucionado con libertad y medios. La música andalusí no ha tenido tanta suerte; una relativa prosperidad, como la de nuestro desarrollismo de los 60, ha aumentado los violines y los timbales, anulando el rabel y el canon, los que sacaba a relucir el Arcipreste en el Libro de Buen Amor. Y algo habría que hacer porque tan patrimonio son la arquitectura o los oficios como esta música. Una música que aquí aún muchos creen que es árabe pero que en todo el mundo árabe llaman andaluza.
Antonio Zoido es escritor e historiador
