El pasado día 13 se firmó en Lisboa el nuevo Tratado de la UE, que viene a paliar el fracaso de la pretendida Constitución. Hay que celebrar este acontecimiento en la medida que supone un nuevo paso hacía la construcción de un espacio político en el que seamos más ciudadanos. Hasta ahora, nuestra posición como europeos se hallaba en una dimensión eminentemente económica, en la medida de que la idea inicial de fortalecer el mercado interior en un ámbito regional, que había sido la idea motriz predominante en la creación de las instituciones europeas, dominaba aún la política de la Unión, de tal manera que el perfil de sus habitantes era el de consumidores a los que había que proteger para crear confianza en el tráfico de bienes y servicios en este ámbito supraestatal.
Se daba la paradoja de que la Europa democrática carecía de una Carta de derechos fundamentales, un hecho imprescindible para la construcción de la ciudadanía; aunque para ser cierto, los derechos que ahora se reconocen en Lisboa tienen un claro matiz liberal que nos sitúa casi en los umbrales del Estado burgués. Se ha renunciado a elaborar un catálogo que incorpore los derechos sociales, de larga tradición en el continente, como hubiera sido deseable, como también se han obviado otros avances políticos que hubieran fortalecido políticamente a la UE.
Con todas sus carencias, que son muchas, no se puede negar la importancia del Tratado, que nos sitúa en un escenario distinto, el de la construcción política. Una construcción que se asienta en la diversidad nacional, es decir que no tiene a la nación como eje articulador de la identidad política. Y esto es importante.
En una Europa en la que se quieren quebrar los Estados por cuestiones de identidad, que en la mayoría de los casos nada tienen que ver con la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos sino con cuestiones más relacionadas con posiciones de preeminencia económica, como ocurre en España con la manida cuestión de las nacionalidades, o en Bélgica, que es incapaz de entenderse, o en Italia, en la que el norte quiere ignorar el sur, y en tantos otros casos, en los que la búsqueda de una seña que nos identifique -y nos separe del resto- se ha convertido en el objetivo de muchos políticos en busca de su espacio electoral y de intelectuales melancólicos de no se sabe qué. En esta Europa de las identidades se construye ahora un poder político sin nación, o, mejor dicho, con naciones diferentes y distantes, de lenguas diversas y tradiciones distintas. Y esta es una de las grandes ventajas del proceso que se ha abierto con el Tratado de Lisboa.
Y es una ventaja porque la relación de los ciudadanos con los poderes políticos no se pude alimentar de sentimientos y emociones fustigados por las identidades nacionalistas, sino por el ejercicio efectivo de unos derechos que aquellos deben asegurar, con lo que todo avance en la construcción política se debe asentar en el fortalecimiento de esa ciudadanía que a todas y todos nos debe igualar. Ya tenemos el himno y la bandera, no inventemos nada más, a no ser el desarrollo de políticas públicas que aseguren y extiendan el Estado Social como seña de identidad de una comunidad política que se construye desde la inclusión y no desde la exclusión.
Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide