Hoy, primer viernes de marzo, el Nazareno de Francisco de Ocampo reposa sobre el suelo de San Antonio Abad, entre lirios judíos, inmune al clavel lorquiano, al espectáculo. El compás y la capilla, estampas vivas de una sede de cofradía vieja, predican que en el principio, a la vez que el Verbo, fue el Tiempo y riegan con el agua lustral del bautismo la más bella metáfora de la mitología clásica, ésa que se bifurca misteriosamente en dos relatos: el que presenta a Cronos -el Tiempo- hijo de Cielo y de Tierra, como el hacedor y demiurgo de la Edad Dorada, la de la paz y la felicidad permanentes, y el que Rubens y Goya pintaron devorando a sus hijos.
En la cuaresma de Sevilla todas las hermandades son hijas del Tiempo pero a veces unas u otras lo usan de manera distinta, también se bifurcan en medio de él. Algunas, como ésta de Jesús Nazareno, año tras año y en cuanto empieza el mes de la Primavera, proclama -con lo versos de Horacio- que el invierno siempre llega y también se va, que en el Tiempo hecho carne de vida vivida con sosiego y fruición interior se encuentra un techo protector de la ruina y de la envidia. Por eso lo detienen, lo gozan y lo doran convirtiéndolo en tradición y sentimiento íntimo.
Luego también están aquellas que lo agitan y lo transforman en confusa turbamulta de gestos, voces y papelillos de colores para hacerse visibles; incluso existen hijas del Tiempo de la Pascua que, invirtiendo el segundo relato de Cronos, buscan las formas más insólitas de arrebatar a su padre las horas, los minutos y los segundos para devorarlos. Ése es el aroma de la novedad de las hermandades del extrarradio de sacar a la calle sus insignias en la tarde del Domingo de Pasión; una ceremonia más de homenaje a la hojarasca del signo exterior, una forma más de matar el Tiempo.
Antonio Zoido es escritor e historiador