Todos recordamos aquella comedia de William Wyler, en la que Peter O'Toole y Audry Herburn conseguían robar en un museo una Venus supuestamente de Cellini pero que, en realidad, era falsa. En el transcurso del largo y minucioso plan, descubrían que uno de los vigilantes tenía una botella de vino escondida entre útiles de limpieza y la colocaban sobre la peana en lugar de la estatuilla sustraída. Mientras sonaba la alarma los funcionarios del centro pasaban una y otra vez ante ella sin darse cuenta del cambio. Y es que si, a veces, los árboles no dejan ver el bosque, en otros casos sucede exactamente al revés.
Eso debe ser lo que ha pasado en el Museo de Bellas Artes con la cruz que empuñaba en su mano el Santo Domingo de Martínez Montañés de la que nadie, entre el personal, sabe decir desde cuando falta. Es evidente que el Arte de Mirar -producto de la intuición- no debe estar entre las cualidades de los jefes o jefas de sala de nuestra pinacoteca; tampoco -en el campo de la deducción- la del recuento sistemático y pormenorizado del inventario que tenían a gala hacer a diario el brigada y el cabo furriel de las unidades en las que los de mi edad cumplimos el servicio militar.
Pero, a parte del sopor que, como el del conserje de la botella en la película, pueda afectar al personal del museo, el hecho indica algo más: convierte en verosímil la teoría renacentista que derivaba el nombre de Andalucía del de los vándalos y también la más moderna calificándonos de indolentes. Desde las bicicletas de Sevibici a la escultura de Montañés esas dos líneas pasan por muchos sitios y desde hace tiempo. Por lo menos desde que le robaron el arco del violín al Mozart de Rolando en el Maestranza. A Santo Domingo no se sabe cuando le quitaron la cruz; tampoco cuando le repondrán la pieza al músico.
Antonio Zoido es escritor e historiador
