"Ah, pues sí", descubre el señor de la oficina turística del Laredo, al consultar sus estadillos, "cierra todo el mes de agosto". Hasta allí de lejos ha habido que ir para averiguar por qué uno de los más impresionantes monumentos de Sevilla, amén de museo naval, estaba cerrado a las doce del mediodía de una jornada de apertura. Ni un triste cartelito en la puerta o inmediaciones, ni un quiosquito, ni unos cicerones a los que preguntar: nada. Muchos muchachos vendiendo tickets para los autobuses de los guiris y los cruceros fluviales, eso sí, y sucesivos manojos de extranjeros sentados en el poyete, como esperando a ver si se trataba de una singularidad más de los horarios de apertura españoles, hasta que al fin se aburrían y cruzaban a retratarse unos a otros ante la Maestranza.
Por suerte, no se les ocurrió darse una vueltecita alrededor de esta vieja guardiana de ochocientos años en busca de la foto perfecta, porque habrían encontrado eso, un par de interesantes curiosidades y alguna que otra razón para argumentar, de vuelta a su tierra, que no hay nadie más puerco ni menos amante de su patrimonio que el sevillano, dicho sea como denuncia de una situación más propia de un país de guerrilleros con machete y puro que de la antigua capital del mundo. Que sí, que ese es un estatus pasajero, pero de ahí a que embarquen una litrona de calimocho en una de las ventanas de la Torre del Oro... va un Nuevo Mundo.
Lo mismo no era calimocho, la verdad. Se ve ahí, asomada al pretil como una especie de gárgola borrachuza y barriobajera. Era lo que le faltaba ya a esta mole que fue, según exclama la historia y susurra la leyenda, baluarte, capilla de San Isidoro, puticlub de Pedro I El Cruel, negociado mercantil y, más tarde, ruina fantasmagórica que quiso tirar abajo el alcaldísimo Samaniego, marqués de Monterreal, sin que Sevilla se dejara. Pues ni por esas la dejan tranquila en su jubilación. Y lo más curioso del caso es que el lanzamiento de litrona al monumento se produce justamente sobre la faceta del dodecaedro en la que están colocados los azulejos recordatorios de las riadas: En la inundación de 1856 llegó el día 21 de enero la altura máxima del agua a la línea inferior de esta loza; o bien: Desbordado el Guadalquivir el día 8 de diciembre de 1876, llegaron las aguas en este punto hasta la lína siguiente; o esa que indica: El día 10 de marzo de 1892 a las siete de la mañana, llegaron las aguas de la inundación a la línea inferior marcada en este azulejo. Mire por dónde, ahora va a poder el alcalde añadir una nueva y aún más colorida lápida conmemorativa a este costado almohade, en el que diga, si le parece bien: Hasta aquí llegaron las litronas del vandalismo impune en el mes de agosto de 2011. Será la que quede más alta de todas.
Lo cual podría no pasar del rango de anécdota si no fuese por el testimonio que el suelo circundante, de un incómodo adoquín muy apto para que uno se estampe los morros tratando de trepar por ellos, presta acerca de las actividades corrientes que se acometen justo al pie del monumento. Y ese testimonio consiste en cristales rotos por doquier, tan abundantemente como si circulase la leyenda de que quien va allí y destroza una botella encuentra al amor de su vida, o vuelve a Sevilla, o no pasa calor...
Otros desperdicios sin cuento colman las rendijas de ese adoquinado digno de alpinistas de renombre. Circular sobre él a modo de práctica de deporte de riesgo es otro entretenimiento al que puede entregarse el ciudadano que, yendo a la Torre del Oro en agosto con la ilusión de verla, se la encuentre cerrada. Que por cierto: menudo portón más impresionante. Da la sensación de que tras él haya atrapados un centenar de orcos armados con hachas oxidadas. Que nadie se pierda la contemplación sugerente y embriagadora de este elemento, así como de los cañones navales españoles del siglo XVII que hacen la guardia a ambos costados de la entrada y que cuentan la historia de cuando el mundo estaba hecho de bronce, de pólvora, de osadía y de alguaciles prestos a propinar un capón a todo pisaverde descerebrado que intentase divertirse embarcando jarras de moyate en las ventanas más respetables.
Una de las vistas más cautivadoras y raras de la Torre del Oro no suele salir en las postales, y es esa mar gruesa de adoquines que estrellan su oleaje de piedra contra la torre por el lado del río, y casi como si formase parte de éste. Y por supuesto, para quienes quieran el clásico embeleso, desde allí abajo, desde el paseo, el edificio se viste de rosa tras los racimos de buganvillas. Un final ideal para este paseíto gratuito por la cultura de ayer y hoy.