En 1932 el poeta y ensayista francés Paul Valéry, con motivo de la entrega de los premios del Liceo parisino Janson-de-Sailly, en pleno estío y finalizado ya el curso, pronunció un discurso que perseguía reflexionar, con quienes le escuchaban, jóvenes en su gran mayoría, sobre los entresijos del tiempo que les tocó vivir.
Les exhortaba a que lo viviesen con entusiasmo. Que aprovechasen el caudal de experiencias que se les ofrecía. Una realidad incierta, pero de enorme interés por su naturaleza enigmática. Cargada de incertidumbre. En la que no tenía cabida el descanso. Donde la prosperidad se volvía quimérica. Trazada por líneas discontinuas. Carente de seguridad.
Les hacía observar, además, todas las nociones que, hasta entonces, habían sido dadas por sólidas: los valores de la vida civilizada, lo que mantenía la estabilidad de las relaciones internacionales, lo que aseguraba la regularidad del régimen económico, en definitiva, todo aquello que por ventura limitaba la incertidumbre del mañana, lo que otorgaba a naciones e individuos alguna confianza en el porvenir, todo ello estaba puesto en cuestión. Jamás la humanidad ?puntualizaba? había conseguido reunir tanto poder con tanto desasosiego, tanta inquietud y tantos artefactos, tantos conocimientos y tantas incertidumbres.
Les decía que la vida moderna tiende a ahorrarnos tanto el esfuerzo intelectual como el esfuerzo físico. Que reemplaza la imaginación por las imágenes, el razonamiento por los símbolos y, a menudo, por nada. Que nos ofrece todas las facilidades. Atajos más cortos para llegar a la meta sin haber andado el camino. Y eso era excelente; pero, también, muy peligroso.
Todas estas reflexiones podemos trasladarlas al momento presente. Hoy, como ayer, es necesario percibir acertadamente el mundo real. Comprender bien el presente. Enfrentarse a él, con el entusiasmo característico de la juventud primera y con la lucidez que concede la madurez del tiempo y actuar en consecuencia. Sacudirse la pereza intelectual. Y observar, con cautela, cómo el pasado nos muestra, con extrema crueldad, el fracaso de previsiones demasiado precisas. Desconfiar, por tanto, de los pronósticos que acuden a nosotros como verdades reveladas. También, de las recetas mágicas.
Vivimos, casi siempre, confinados en la jaula del tiempo. En un tiempo que probablemente no veamos. El futuro. Y en otro que ya nunca más veremos. El pasado. Solemos, además, ignorar ?parafraseando a Heráclito? que a la verdad, como a la naturaleza, le agrada ocultarse y que, además, resulta enormemente difícil desvelarla. Que juega con nosotros, incluso bromea.
Por ello, tiene razón Robert B. Laughlin, Premio Nobel de Física, cuando afirma que los chistes más graciosos son aquellos que tienen por protagonista a alguien que no es capaz de advertir lo evidente. En cierto modo, todos somos, en este sentido, protagonistas. Nos cuesta ver y aceptar lo obvio. Tal vez, porque ?como sugiriese el economista Georgescu-Roegen? lo evidente permaneció oculto durante demasiado tiempo.
Doctor en Economía
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