Cofradías

Contraluz de un Cristo muerto

Su infancia no tuvo antifaces ni bolas de cera. Fue una silueta del Señor Crucificado la que despertó su pasión por la Pasión vivida a la sevillana, en medio de la adolescencia.

el 23 feb 2015 / 11:00 h.

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Hermandad de Los Javieres. / J.M. Paisano Hermandad de Los Javieres. / J.M. Paisano La Semana Santa no era más que una excusa entre los chicos de barrio para conquistar el centro de la ciudad. Entre sus recuerdos de niño, no había aromas de incienso, ni la inconfundible sensación de recogimiento que sucede al instante de hacer caer el antifaz sobre el rostro. La piel de sus manos no tiene memoria del dolor efímero de la gota de cera caliente, y su pecho descubrió ya tarde que la vibración de los bombos de las bandas de música también podía hacer estremecerse el torso. El paisaje de los Martes Santos del niño de arrabal de extramuros que fue no era el de las muchedumbres elegantes que se concentran al paso de una cofradía, sino el de la quietud hermosa de la sierra; de tiendas de campaña que filtraban la luz de los amaneceres. Despertó a la adolescencia en otra forma de ver a Dios: en la exuberancia telúrica de los cerros de Cazalla o de El Pedroso donde pasaba las vacaciones rodeado de su familia; en los dorados que el ocaso vierte como desecho del día en los arroyos, en lugar de esos otros dorados de los canastos y los respiraderos. En la plata que envuelve la faz de la luna de Parasceve, que parecía brillar más fuerte cuando emergía de los encinares, en lugar de esas otras dehesas de varales que encierran luz y devociones. No había tradición cofradiera en una familia que trajo sus apellidos de la campiña sevillana y de las llanuras gallegas de donde llegaron sus abuelos, buscando uno fortuna, el otro paz, y puede que también cada uno la paz y la fortuna del otro. La Semana Santa no era más que el salvoconducto que aquellos amigos del instituto y él mismo esgrimían, materializado en un bonobús de esos en los que la máquina mordía un trozo de cartón en cada viaje. Un viaje de ida y vuelta a donde la historia y la fe se daban la mano, abrazadas por los lienzos de una muralla etérea que no deja escapar la forma de entender la religiosidad de todo un pueblo; la forma en la que toda una ciudad reescribe cada primavera el Evangelio. No había semilla cofrade en su conciencia adolescente y sin embargo, una imagen le trajo de golpe, como el mazazo en la cabeza del clavo que descansaba su punta hiriente en las muñecas de Jesús de Nazaret, el brote de una realidad que ya no dejaría de crecer. Era Martes Santo. Un Martes Santo de hace casi treinta años. Un grupo de chavales que estrenaban pantalones de pinzas con el dobladillo recogido por encima del tobillo buscaba un lugar por donde atravesar la carrera oficial. Tal vez el más espabilado de ellos hubiera acordado un encuentro con cuatro o cinco niñas del barrio en el Arenal. La línea 25 de Tussam paraba en la Encarnación, y había que llegar al Postigo. La caterva imberbe alternaba pasos ligeros y carreras, hasta que encontró el paso por la calle Sierpes. El eco ronco y lejano de los tambores les impuso aún más prisa, por si podían justificar la aventura de viajar al centro con la imagen de alguna cofradía grabada en la retina. Al cruzar, vieron como una nube de incienso se elevaba empujada al cielo por la angostura de las cuatro esquinitas de San José, como si los efluvios orientales quisieran arrastrar al cielo a aquel que colgaba ya muerto de un madero. Se quedó clavado en medio de la calle, mientras que sus amigos avanzaban. Puede que fueran apenas unos segundos, pero fue uno de esos instantes que ahora está seguro de que recordará en el momento en el que abandone el mundo para llegar a esa vida eterna de luz y de discernimiento de todo aquello que se ha experimentado. Solo era una silueta. La de un alto patíbulo en contraluz, con la cabeza de un Cristo muerto hundida por debajo del travesaño. Ni siquiera conocía la advocación de aquel Dios asesinado en la madera noble en la que se representa la fe. Ni siquiera puede decir con precisión a qué hermandad, a qué advocación pertenecía aquel retrato oscuro del Hijo de Dios al que ni siquiera llegó a ver la cara, porque todo era sombra recortada contra la contundente claridad del cielo de primavera en el que tantas veces se había quedado absorto en sus semanas santas en las dehesas en las que se había instalado el tiempo de las flores . La imagen del crucificado, la del fin de un martirio, le condujo a una forma de creer que le atravesó la piel que no había quemado la cera; a un sentimiento de paz, la que buscaban sus abuelos, que inhaló como el incienso del que no guardaba memoria, y que le hirió el pecho que hacían vibrar los tambores desvanecidos por el horizonte. Desde entonces, y hasta ahora, ha vestido túnicas y dalmáticas; ha portado insignias, cruces y ciriales; ha rezado desde las trabajaderas e incluso desde algún atril... y ha llevado a su vida, a su familia y a su profesión lo que significa ser cofrade. Y todo se lo debe al contraluz de la muerte que es vida; a la oscuridad que es luz. A un Cristo muerto el Martes Santo.

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