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Corazones en el parque

Aunque grabar un corazón en un árbol está prohibido, el Parque de María Luisa rebosa de esa y otras señales de amor y desamor.

el 14 ene 2012 / 17:21 h.

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Imágenes de amor y odio tomadas esta semana en el Parque de María Luisa, donde las inscripciones de los enamorados conviven con las pintadas de los indeseables, ambas castigadas por la ordenanza municipal pertinente.

A veces, son los propios árboles los que se graban corazones a sí mismos, como sucede con este viejo tocón de la foto, que parece haber sido arrojado junto a una de las puertas del Parque de María Luisa por una especie de extraña marea, igual que una concha de crustaceo es arrastrada por la espuma hasta la orilla, dando pistas de la vida que se esconde bajo la inmensidad de las aguas. Pues lo mismo sucede en este parque, cuyo oleaje no es de agua sino de enramadas, aunque produzca el mismo sonido y similares efectos. A partir de ahí, desde esa reja de la Avenida de María Luisa hasta la Plaza de América, cientos de señales de amor y desamor se reparten los árboles, los bancos, los indicadores, las glorietas, los aromas, las perspectivas.

Todo el mundo sabe lo que pasó el día 7 en la Alhambra, cuando detuvieron a una turista suiza, hoy en libertad con cargos, por tallar un pequeño corazón de un centímetro en el estuco del Cuarto Dorado. Esa afición tan democrática de ir dejando corazones por los sitios que a uno lo embelesan suele acarrear disgustos de un tiempo a esta parte, por tratarse comúnmente de lugares protegidos por una u otra razón. En Sevilla, dar rienda suelta a esa modalidad poética en los árboles tiene una multa de 120 euros, según se infiere de la lectura del artículo 27 (y otros) de la ordenanza municipal de medidas para el fomento y garantía de la convivencia en los espacios públicos, que es una norma relativamente reciente: de 2008. Pero ni las visitas al calabozo de los cupidos espontáneos que revolotean por Granada (el caso de la turista suiza no es el único) ni el riesgo cierto de que le sean incautados a uno 120 del ala en nombre de la armónica convivencia de los pueblos logra disuadir al paisanaje: C’est l’amour, que diría un francés, a la hora del crepúsculo, dejado a solas con una navajita ante una yesería pongamos que nazarí.

En Sevilla, la llamada Ordenanza Antivandalismo no solo tiene muy presentes los estucos, los palacetes, los pedestales de basalto y todas esas cosas, sino también la naturaleza, caso concreto de los árboles. Eucaliptos y plátanos de sombra son los preferidos de los amantes en el Parque de María Luisa (no así de los desenamorados, siempre bien dispuestos a ensuciar por odio cualquier elemento, sea cual sea, sin distingos). El fenómeno más repetido es el del corazón y las dos iniciales grabados en la corteza, pero luego la casuística se enriquece con otras variaciones al dictado de lo que el alma ordene en cada momento (lo que en música se conoce como impromptus). Por ejemplo, en la Avenida de Hernán Cortés hay un corazón que envuelve un signo final de interrogación, y que tiene el mismo lóbrego aspecto que un nicho vacío. También el amor homosexual tiene su testimonio grabado en los troncos de este parque maravilloso (véase esa inscripción con la que Luisa y Sandra celebran diez años de sexo). Algunos otros troncos están tan escritos que casi no se ve el árbol (en la Avenida de Pizarro hay dos o tres así). Pero lo más impresionante de todo es ver cómo poco a poco el árbol, con el tiempo, va descascarillándo sus viejos amores (amores que quizá llevan tiempo muertos, quién sabe), dejándolos caer. O difuminándolos, y al final, por encima de los dos metros se ven limpios y flamantes todos los troncos, con la memoria de sus amores perdida para los restos, como si cada día fuese nuevo el parque, y también, cada día, fuesen nuevos los amantes que lo pasean creyendo que lo inventan. Es la multa que ponen los parques. Y que siempre se cobran.

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