Cultura

Corrida de Domingo de Resurrección: Del Mediterráneo y el Guadalquivir

Morante de la Puebla y Manzanares revelan su mejor acento artístico y cortan una oreja.

el 04 abr 2010 / 21:14 h.

El torero alicantino da un pase con la muleta a uno de sus astados.

PLAZA DE TOROS DE LA MAESTRANZA
Ganado: Se lidiaron seis toros de Daniel Ruiz, desiguales de presentación y con diferentes matices en su juego. El primero, lidiado como sobrero, tuvo buena condición pero muy escasas fuerzas. El segundo resultó algo violento y mirón. El tercero anduvo sobrado de genio y el cuarto, algo tardo, brindó un juego noble. Algo mansito, el quinto fue el toro de mejor condición pese a su mansedumbre. El sexto mostró muchas complicaciones y peligro sordo.

Toreros: Morante de la Puebla, de verde carruaje y oro, silencio y oreja.
José María Manzanares, de corinto y oro, silencio y oreja.
Miguel Ángel Perera, de azul rey y oro, algunas palmas y silencio.
Incidencias: La plaza se llenó hasta la bandera en tarde fría y desapacible.
Cuadrillas: Curro Javier brilló en el manejo de los palos y el capote y Joselito Gutiérrez se desmonteró tras parear al sexto.

Fueron cuatro verónicas y una media sin tiempo ni lugar. Cinco lances que revelaron un toreo que parecía viajar desde otra época pero que se materializaba en el inmenso ruedo sevillano tan clásico como eterno. El caso es que Morante dio un vuelco a una corrida que hasta entonces se vivía entre el resguardo del frío y el mosqueo creciente de un público variopinto que veía peligrar su propia fiesta ahogada en las escasas fuerzas del encierro de Daniel Ruiz. Pero allí andaba Morante, que ya había pegado tres o cuatro lampreazos de los suyos al primero de la tarde antes de ver como tenía que ser devuelto a los corrales. Y tampoco pudo ser con el castaño montado y abanto que lo sustituyó aunque allí quedaron algunos de esos chispazos inimitables que pusieron un poco de color a las pocas fuerzas de ese animal que, pese a todo, no tuvo mala condición.

Pero Morante iba a sacar lo mejor de sí mismo con el cuarto, un astado de templada embestida y motor un pelín claudicante que le sirvió para revelar el toreo más quintaesenciado. Fueron esos cinco lances de saludo que le habían dado la vuelta a toda la plaza, desde las banderas a la tierra del viejo monte Baratillo. La cosa prometía y sin demasiado brillo, el toro se empleó en el caballo para volver a desplazarse en el capotillo lacio del diestro de La Puebla, que dibujó un nuevo mazo de verónicas interpretadas con tanta despaciosidad como sentimiento. Era la materialización del toreo más utópico, del lance hecho caricia y expresado como un golpe de brisa, como un amanecer de verano o un crepúsculo de marzo. Morante se hacía presente definitivamente para sentenciar una tarde que, con otro ambiente y más lanzada, sin la frialdad climatológica de ayer, podría haber sido de triunfo apoteósico.

Pero no importó. La magia iba a continuar envuelta en ese pasodoble que viaja entre la guajira y la milonga, en ese himno a la nostalgia -sinfonía del mejor Regionalismo- que se llama Suspiros de España. Y mientras la plaza se despedía del último rayo de Sol de esta primavera perezosa, Morante se fundía con la embestida templada, enclasada y un puntito tarda del toro de Daniel Ruiz para crear una faena ajustada en la cantidad y desbordada en la calidad que nos bebimos como un bálsamo mientras nos rebozábamos de ese ambiente mágico, casi irreal, que a veces se dibuja en la plaza de Sevilla.

Sería imposible trazar el esquema morfológico de un trasteo que se dictó a golpes de inspiración. Hubo seda y relajo en estos muletazos. Desgarro y quejido en los otros. Naturalidad del mejor tronco del toreo sevillano en aquellos naturales. Empaque en esos derechazos y una imaginación desbordada en el pase de las flores que abrió la faena como un abanico de varillas de sándalo. Pero Morante también se interpretaba a sí mismo en los golpes de filigranas que hilaban unas series con otras antes de que el cuerpo central de la faena se sellara en los terrenos de chiqueros con un toreo empacado y comprometido que dio la medida del valor del cigarrero.

A Morante aún le sobraban palomos en la chistera y se inventó dos o tres diabluras: un molinete apenas esbozado, un kikirikí por allí, un abaniqueo por la cara por aquí antes de acabar con su enemigo de una estocada caidilla que puso en sus manos una oreja que, a esas alturas, era lo de menos. La cuestión es que Morante se sale del pellejo y todavía queda mucha Feria.

Hubo quien creyó que la tarde se había acabado con ese cuarto. Pero la resaquilla que sigue al buen toreo se sacudió cuando el mejor Manzanares volvió a hacerse presente con un terso cambio de mano que abrió una faena creciente en metraje, intensidad y calidad que se basó en varias series interpretadas con empaque, armonía y naturalidad. El toro de Daniel Ruiz, un excelente colaborador, se entregó en la muleta del alicantino, que viajó entre el clasicismo más rabioso de los primeros muletazos a un desgarro más arrebatado, más arrebujado de toro en una serie intensa que cerró con un trincherazo de libro. Otro cambio de mano resuelto en escultura sirvió de nexo de unión entre las dos fases de una faena que se ajustó como un guante a las gotitas de mansedumbre de un animal que permitía a su matador colocarse perfectamente para cada muletazo.

Hubo algunos naturales sueltos de factura bellísima aunque el toreo fundamental volvió a subir de intensidad cuando Manzanares se volvió a echar la muleta a la mano derecha para hilar unos muletazos tan densos como llenos de ritmo en un final trepidante al que no le faltó sentido de la improvisación. La espada de José María Manzanares, su inconfundible manera de cuadrarse y entrar a matar, volvió a revelarse infalible. Y aunque el puntillero tardó el atronar al bicho, la oreja era de hecho y de derecho.

El artista alicantino no se había entendido del todo con el jabonero y carbonero que hizo segundo que se desplazó más y mejor en la excelsa lidia que le administró Curro Javier que en la faena de Manzanares, que tuvo que bregar con las discontinuidades y las miraditas de su desigual enemigo.

Y aunque Miguel Ángel Perera no pudo cortar oreja, justificó con creces su inclusión en la lujosa apertura pascual entregándose a tope en todas las fases de la lidia. Pero el tercero sólo tuvo genio y se acabó desinflando en la exigente muleta del diestro extremeño, que no dejó de pisar el acelerador con el sexto, un toro de enorme peligro sordo que no remataba los viajes en la muleta y con el que Perera se jugó el tipo sin cuento hasta resultar atropellado, afortunadamente sin consecuencias. La gente se impacientó sin demasiada razón, pero no se podía poner ni un reproche al trazo rotundo y a la verdad del matador, que encontró el mejor eco del tendido en el ajustadísimo quite por gaoneras que instrumentó al tercero. Al final, quedó claro que el toreo está en pie de guerra. Todos se arriman.

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