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Cuando los monos cobran vida

La aventura infantil de dormir en la Casa de la Ciencia se populariza hasta provocar llenos semanales y cientos de anécdotas desternillantes con este remedo de la película de Ben Stiller.

el 18 dic 2013 / 21:06 h.

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einstein “¿Pero los monos se van a mover cuando estemos acostados?” No era la primera vez que a Rosa González le preguntaban algo así, tan aparentemente absurdo, con esa vocecilla. Pero la cara de aquel niño contenía esa misma emoción desorbitada que había podido ver antes en varios centenares de rostros infantiles, convocados en la Casa de la Ciencia para pasar (redoble de tambor, título de la experiencia): Una noche en el Museo. Como coordinadora que es de esa especie de mezcla entre fiesta de pijama y aventura científica, Rosa les contesta siempre lo mismo: que no, que eso solo pasa en la película del mismo nombre. Pero que si uno pone lo bastante de su parte y le saca lustre a su imaginación con suficiente esmero, el resultado final puede ser igual de sorprendente y maravilloso. Casi mágico. Aunque los monos no cobren vida pasada la medianoche. O sí, según se mire. Hay monos y monos. Por ejemplo, están los hiperactivos que se dedican a dar volteretas de madrugada. Esos sí que cobran vida. “No pasa nada”, le dijo uno de ellos a la monitora, “porque así me canso y me quedo dormido”. Entre Rosa González y su compañera de oficio Cristina Casado, ambas trabajadoras de GDS (la empresa que organiza estas aventuritas nocturnas para niños en la citada sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas CSIC), reúnen anécdotas para forrar con ellas este viejo Pabellón de Perú. Un edificio entre precolombino y posdraculino de la Exposición del 29, al que la luz de la Luna le llega hecha jirones desde las copas de los árboles de su vecino Parque de María Luisa. Para quienes aún no sepan qué es esto de Una noche en el Museo ni hayan visto la película homónima protagonizada por Ben Stiller, decir que se trata de una acampada nocturna semanal en la Casa de la Ciencia para niños de entre 3 y 12 años. Eso tan atrevido para un nene de pasar la noche fuera de casa. Y no en casa de su tía, no, sino en un sitio antiguo, que respira historia, repleto de chismes sorprendentes que parece que acechan y salpicado de ruidos extraños donde cualquier cosa se antoja posible (bueno, a decir verdad también hay algunas tías que responden a esta descripción). A los chiquillos los dividen en dos grupos, los grandes y los chicos. Cuando llegan al lugar, al caer la tarde, lo primero que hacen son actividades científicas. A los pequeños, por ejemplo, los llevan al planetario. Luego los ponen a dibujar la Luna en una cartulina y aprenden a diferenciar sus cuatro fases: creciente, llena, menguante y nueva. Los mayores, por su lado, construyen un reloj lunar y visitan también el stellarium una vez que han salido sus compañeros: en él consiguen admirar el cielo estrellado, tal y como se veía antiguamente cuando no había tanta contaminación ni tantas luces en las ciudades. Después de esto viene la cena (perritos calientes con patatas, zumo y yogur); se lavan las manos, se ponen el pijama y extienden los tatamis y sacos de dormir. Les ponen una película relacionada con lo que han estado haciendo, y... a partir de aquí ya duermen o no según cada cual. Por la mañana desayunan y los recogen sus padres, que también habrán pasado una noche en el museo, pero a su manera; quién sabe si con otras cosas que aprovechan para cobrar vida. A veces, en estas pernoctaciones científicas organizadas, incluso se celebran cumpleaños. Se puede hacer así. Original es. También se puede ir en grupo o cada uno por su cuenta. “Los peques son muy graciosos”, cuenta Cristina, “porque como ellos vienen con el runrún de que es la noche de pijamas, lo primero que preguntan es eso, que cuándo se ponen el pijama”. Los más mayorcitos se lo toman de otro modo. “Surgen amores”, cuenta Rosa, risueña. “Sí, muchos amores. Como muchos ya se conocen de antes de venir, aprovechan para el tonteo, y se buscan para ponerse unos con otros... Amores, muchos”, bromea la coordinadora. 15350751Pero el amor no es lo único que irrumpe en el lugar. A veces, también lo hacen los colchones. “Nosotros hemos visto casos de niños y niñas que se traen el colchón de casa, con su almohada y su mantita de princesa. Una niña venía una vez con un pijamita que era de conejito entera y estaba para comérsela”. Eso, por lo que hace a los pequeñajos. Los grandes, como ha quedado apuntado antes, acuden con otros planteamientos existenciales que básicamente se resumen en dos palabras: no dormir. Expresión que puede enriquecerse con otras tres: ni dejar dormir. “A los mayores les pueden dar perfectamente las cinco de la mañana de cháchara”, se chivatea Rosa. “Los monitores tenemos que estar toda la noche mandando a callar”. Habrá quienes sostengan que esto pasa en todas partes, que los niños son niños aquí y en Kuala Lumpur: pues bien, he aquí un testimonio de la antes citada que lo rebate: “Sí, mandando a callar todo el rato. Pero hubo una vez en que quienes vinieron fueron niños extranjeros (americanos y holandeses, creo recordar). Y esos sería que venían muy cansados o sabe Dios qué, pero nos mandaban a callar a nosotros, a los monitores, para poder dormir”. Las dos últimas citas de Una noche en el Museo para este año serán el 20 y el 27 de diciembre. Teniendo en cuenta que lo más parecido que la ciencia tiene a una criatura inquietante es Eduard Punset anunciando pan de molde, no da la impresión de que los niños se asusten mucho con esta aventurita nocturna. No es lo único que han inventado en el CSIC sevillano para pasar unas fiestas diferentes: Insectilandia, El cielo de Navidad, Reconstruyendo un dinosaurio, Asesinato en la Casa de la Ciencia... Pero esas son ya otras películas.

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