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¿Cuándo vamos a sentar al gran Silverio Franconetti en la Alfalfa?

el 24 feb 2012 / 11:51 h.

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Una de las dos únicas fotografías que se conocen de Silverio Franconetti Aguilar.

Existe un viejo proyecto de llenar la Alameda de Hércules de monumentos a los artistas flamencos más importantes de la historia de este arte, pero es solo eso: un viejo sueño. Tampoco es que estemos muy de acuerdo con este proyecto porque habría que poner tantos monumentos que iba a parecer un cementerio urbano.

Federico García Lorca sugirió alguna vez que habría que sentar a Manuel Torre en la Alameda de Hércules junto a sus célebres galgos, Andújar y Amapola, una estatua de bronce con pelo natural. Manuel era jerezano, pero llegó a Sevilla con veintiún años y ya no se fue nunca.

Ocurrió lo mismo con Paco la Luz y con sus hijas, la Serrana y la Sordita; con Fernanda Antúnez y algunas de las hermanas Coquineras; con Frijones, la Macarrona, la Malena, el Niño Gloria y Currito el de la Jeroma. Los genios jerezanos siempre eligieron Sevila para ejercer su arte.

Sevilla no ha sido solo cuna de grandes artistas del arte flamenco, sino la ciudad a la que había que venir a consagrarse en figura del género. Lo hicieron el Canario y el Perote, que revolucionaron la malagueña; Ramón Sartorio, Paco el Barbero y Javier Molina, los magos de la guitarra; y el Planeta y el Fillo, algo así como los padres del cante.
Pero hubo una figura del flamenco en Sevilla, de la Alfalfa, que ha sido la más importante de todos los tiempos y de todas las tierras flamencas de España. Nos referimos al gran Silverio Franconetti Aguilar.

No se podían tener un nombre y unos apellidos menos flamencos, pero tampoco se podría entender la historia del cante, del flamenco, sin este sevillano universal al que habría que sentar en la Alfalfa, en la misma plaza, con su corpachón fundido en bronce y una varita de mimbre natural.

Habría que hacerlo antes de que a algún edil del Ayuntamiento se le ocurra ocupar ese sitio con otra estatua de la Duquesa de Alba. Porque manda huevos que Silverio no tenga en su tierra natal ni una peña flamenca.

Hijo de un romano, Nicolás Franconetti, y de una sevillana de Alcalá de Guadaíra, María de la Concepción Aguilar, Silverio nació en Sevilla en 1830. Recibió su primer beso de luz en la Alfalfa, cuando la Campanera tenía solo dos años y los de la Barrera andaban ya queriendo enseñar a bailar a medio mundo, empezando por Pétra Cámara y Manuela Perea, la Nena, dos sevillanas también muy olvidadas que revolucionaron el baile sevillano cuando en la capital de España mandaban las bailarinas francesas y una gaditana llamada Josefa Vargas.

Silverio, que pasó su infancia y adolescencia en Morón de la Frontera, donde se hizo sastre y comenzó a cantar lo jondo, decidió emigrar a América con 27 años y cuando volvió a su tierra, adinerado y barbudo, siete años después, se convirtió no solo en el mejor cantaor de su tiempo, sino en un afanoso y certero industrial. No fue el primero que hizo profesionales del cante a los gitanos, como se ha dicho, pero sí el primero que comenzó a dignificar la profesión del flamenco.

Su café cantante de la calle Rosario, que creó después de contribuir a consolidar el género en El Recreo y El Burrero, de la céntrica calle Tarifa, sirvió para que se consagraran los artistas más importantes del último tercio del siglo XIX.

Montó cafés cantantes en varias ciudades andaluzas y extremeñas, y cuando quiso abrir un local en Madrid, en el año  1889, le sobrevino la muerte en Sevilla, en la Plaza de la Constitución. Habría que sentarlo ya en la Alfalfa.

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