Alumbrado de la Feria de Abril. / Foto: J. M. Paisano (Atese) Dicen que se murió un feligrés muy piadoso, de los de Biblia en la mesilla y misa diaria, y cuando se encontró con San Pablo en el cielo le preguntó: Amoavé, San Pablo (porque era sevillano, el hombre), amoavé, una duda muy gorda que arrastro desde hace tiempo: ¿Te contestaron los corintios, al final? Pues una interrogante todavía más grande que esa, hecha de luces de neón intermitentes y fanfarria de banda americana, es la que figura sobre la cabeza de cualquier sevillano que, allá por la entradita de la calle del infierno, repare en la caseta del maño de Vinos la Burrica. Ese señor... ¿ese señor por qué sigue viniendo? Es como los puestecillos de los cocos. Porque los turrones... todavía (¿Vas a la Feria? Tráeme un turrón: quizá exista eso en la vida real o en algún universo paralelo), pero los cocos... ¿Alguien ha comprado alguna vez un trozo de coco remojado, de esos, o ha visto a un tercero hacerlo? De verdad que Sevilla entera debería ir en masa, por cientos de miles y en devota romería, a beberse un vino aragonés de la barraca, aunque solo sea por darle las gracias a dicho caballero por su lealtad y pertinaz empeño. Como se ve, muchas dudas, más de la cuenta, para tratarse del relato de la víspera de la gran cita abrileña y todo eso. Pero todavía no se ha formulado la gran pregunta, que es la siguiente (redoble, por favor): ¿Este es el calor que va a hacer toda la Feria? Después de lo que se vivió este lunes tarde en el terreno ferial, solo cabe establecer una verdad: que Dante escribió su relato del infierno inspirándose en unas postales de los fiordos noruegos. Eso no era el infierno. Eso era el Meliá Infierno, al lado de lo del real en hora de máxima insolación. Y eso que ayer no había nadie y por lo tanto corría cierta brisilla leve. Pero a las cinco y media de la tarde, cuando empezaban a llegar las familias para darse una vuelta por los cacharritos, había allí 32 grados a la sombra. Y para este martes dan el mismo pronóstico o peor. De modo que esta tarde, cuando la gente empiece a aglomerarse en las casetas con el tronar de los baffles; cuando las familias digan a echar para abajo el fritangazo y la manzanilla con un paseíto por el albero mientras los caballos se rebrincan con todo su porte de escupitajos y chasquidos de adoquines... entonces, sí que se hará cierto el lema que decoraba la dantesca puerta de los infiernos: Es por mí que se va a la ciudad del llanto. Es por mí que se va al dolor eterno y al lugar donde sufre la raza condenada... Chispas más o menos. La divina comedia, pero con rebujito. Más allá del amasijo humano del domingo pasado, que eso sucede siempre, la preferia comenzó oficialmente el lunes a las 12.50, más o menos, cuando Mari y Antonio, procedentes de Rochelambert, se bajaron del metro en el Parque de los Príncipes. Jovencísimos abuelos, venían ambos con sus gorritas, su ropa fresquita y sus gafas de sol, kit elemental de no diñarla en el real. Pero claro, eso había que remojarlo sin mucha dilación, porque la Feria no es un ecosistema apto para aves de secano. Así que, con las mismas, siguieron paseando Blas Infante para abajo, camino de las casetas y de un refrigerio, que ya iba siendo hora. Con un contratiempo: que aquello tenía aproximadamente la misma animación que el planeta Mercurio a la hora de la siesta. Él caminaba un tanto descreído del fenómeno ferial, por haberlo vivido mucho (para su gusto, demasiado) por mor de su trabajo, antes de jubilarse. Ella iba feliz de verlo estirando las piernas, después de un invierno sin salir de las faldas de la camilla, con tantísima lluvia. Y aunque cueste creerlo, puede que fuesen los dos únicos paseantes voluntarios que había a esa hora sobre el albero. Todo lo demás era un berenjenal de operarios, camiones con toldillo, apilamiento de cajas y 3.207.966 limpiadores de Lipasam, contados a ojo, empeñados en que la Feria pareciese a estrenar. Con unos escobones anchísimos, iban peinando el albero, que estaba vacío de pisoteadores como se ha dicho, y dejándolo como la bajamar deja la arena de la playa. Daban ganas de escarbar en busca de coquinas, de tirarle un palo al perro y, sobre todo, de abrir la sombrilla. Los toldazos de lona caían aburridos sobre las barandas, cegando la vista de las casetas, por cuyas rendijas se veía a los displicentes mozos, mudos de calor, decorando con servilletas los copones para la noche del pescaíto. Idéntico ritual en casi todas las casetas: camareros adustos vistiendo las mesas con unos ornatos rayanos en el perifollo. Algunos, al ver pasar por delante a Mari y Antonio, los miraban como diciendo aquí no vayáis a entrar que tenemos todavía mucho lío. Que era para haberles regalado (si ello no hubiera supuesto un grave quebranto presupuestario) un tarro familiar de Les Beiges de Chanel, descritos en unos cartelones publicitarios cercanos al ferial como polvos efecto buena cara natural. Aunque a algunos habría que darles antes una imprimación. Ruidos que hacía años que no se escuchaban en Sevilla: la rotaflex, los chispazos de los soldadores, los martillos de los carpinteros, las voces de los albañiles, los fontaneros dejando caer el portón de la kangoo tras sacar la caja de herramientas azul que no tiene lo que necesitan... Hasta que al fin, por una rendija de un toldo, una cara amable le dio la bienvenida a la pareja. Era la caseta Los Duendes de Sevilla. Este año parece ser que la cosa está más flojilla que el pasado, bisbiseó el atento camarero, pese a que el local se le iba llenando poco a poco de trabajadores en busca de pitanza y cerveza fría. Y el matrimonio, viendo que allí se estaba a gustito, resolvió llamar a la familia a que compartieran unos aliños y unos fritos variados, y de ahí para arriba. Para entonces, sobre el albero impoluto ya había un chino, dos flamencas (otra más comiéndose una pizza con los padres en el Sloppy) y una excursión. Bueno, y cierta aglomeración de gente lustrosa en una de esas casetas donde se come de gañote. Inesperadamente para lo que suele ser común llegado este día, todos los farolillos estaban en su sitio y radiantes, rojiblancos. Los obreros habían dado de mano hacía rato, y a lo lejos se oían sevillanas. Daban ganas de llamar al señor de los vinos de Aragón y convidarlo a un aliño de melva, aunque fuese. A saber dónde se encontraba. La calle del infierno, en la otra punta, parecía de lejos una caja de los juguetes volcada; un montón de chismes de colores chillones rebujados y muertos. Hasta los tenderetes de las garrapiñadas y las guitarritas estaban casi todos echándose la siesta. Ni un paisano por allí. Una atracción, a saber cuál, debía de tener puesto el automático porque de vez en cuando una voz circense se echaba a reír y prometía diversión sin cuento, hasta que sonaba ese enervante claxon que anuncia el comienzo de otro recorrido. A una lagartija, cruzando por el asfalto, le dio una lipotimia. La cosa se estaba poniendo para agarrar a Dante por las solapas y darle un buen zarandeo cuando de repente, la noria arrancó a girar sola, sin inquilinos, y bastó eso para que empezara a llegar gente a puñados. Al caer la tarde, milagrosamente, aquello era ya la Feria.
VÍDEO DEL ALUMBRADO