Cofradías

De Laetare

La opinión de Carlos López Bravo

el 12 mar 2015 / 10:08 h.

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Domingo de Laetare, ecuador de la Cuaresma, alivio del período que rememora los cuarenta días y las cuarenta noches de ayuno y oración de Nuestro Señor en el desierto. Desde siglos la liturgia de la Iglesia se reviste en esa jornada de signos de alegría, para alentar a los fieles en la perseverancia en medio del rigor cuaresmal. Así volverá a sonar el órgano –mudo en los domingos precedentes–, y el rosa se impondrá al morado como color litúrgico, acentuando con marca visual la luminosidad y viveza de la vida terrena. Laetare, esto es, alegría para atravesar con decisión el desierto cuaresmal: «Alégrate, oh Jerusalén. Vosotros, los que la amáis, sea ella vuestra gloria. Llenaos con ella de alegría…» Así canta la antífona gregoriana del Introito de la Misa, tomada del libro del Profeta Isaías. Y Sevilla, presintiendo ya la inmediatez de su Semana Mayor, poco esfuerzo tendrá que hacer para insuflar alegría en el corazón de la Cuaresma. Bastarán esos primeros brotes de azahar, que golpean lo más hondo de nuestra alma por vía del olfato. O las parihuelas que comienzan a cubrirse con la talla barroca o la plata repujada en el interior de los templos. Bastará en todo caso revestirse no ya de rosa sino de verde esperanza… ¿Puede haber un signo más claro de la alegría definitiva de la Pascua? El Domingo de Laetare es para los macarenos el esperado domingo de la Función del Septenario, culmen de fervor de una Cuaresma siempre marcada por Ella. Y lo es igualmente para los trianeros, en las naves mudéjares de Santa Ana que acogen una espectacular protestación de fe en las primeras horas de la mañana. ¿Cómo podría ser de otro modo…? La alegría de esta Jerusalén andaluza brotará eternamente del rostro de nuestras Esperanzas: de la Reina de Sevilla, de la Reina de Triana. Domingo de Laetare verde esmeralda, Domingo de Laetare verde mar… Domingo de Función de Septenario que anuncia Pasión y Muerte y prevé el culmen de la Resurrección. Que esa Vida eterna –y no otra cosa– es lo que proclamamos en Nuestra Madre de la Esperanza.

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