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De patita fea a cisne blanco del baile

el 09 abr 2011 / 18:06 h.

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Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos del estanque....

En la historia del baile han triunfado jorobados, sordas, gordos y cojos. Hasta utilizaron sus defectos físicos como remoquete artístico sin ningún complejo: Enrique el Jorabao, Joaquín el Feo, La Sordita y Enrique el Cojo nos pueden servir de ejemplos. Más allá del hecho anecdótico, curioso, de que un cojo triunfe en el baile flamenco, está el arte, que tiene que ser la esencia. ¿Algún bailaor ha movido mejor las manos que Enrique el Cojo?

Como de pies andaba regular, desarrolló una paloma en cada mano. Hubo otro bailaor al que apodaron Miracielos porque un defecto en el cuello le obligaba a ir mirando siempre a las nubes. Tan bueno era este artista, que hoy todavía hay quienes bailan colocando la cabeza como él. Sin embargo, desde que el baile comenzó a subirse a los tablaos las guapas siempre lo tuvieron más fácil. Pastora Imperio no enamoró a los poetas, escritores y toreros de su tiempo no por bailar mejor que La Macarrona, sino por sus venustos ojos, que eran dos esmeraldas verdes traspasadas por los rayos del sol de la Alfalfa.

Si la gran bailaora y coreógrafa sevillana Cristina Hoyos hubiera nacido en la época del Café del Burrero y El Novedades, los críticos la hubieran hecho mucho daño porque eran inhumanos con las artistas poco agraciadas. La hija pequeña de Apolinar Hoyos y Cristina Panadero, que se buscaban la vida en lo que podían -eran pobres de la posguerra viviendo en un corral de vecinos, el del Trompero, de un barrio de señoritos como la Alfalfa-, era el patito feo del corral pero desde niña, como en el cuento, sabía que un día acabaría siendo el cisne más blanco y elegante del estanque de la danza.

Mientras otras patitas de su edad jugaban a la comba o a conquistar a los patitos más guapos de la calle Vírgenes, ella soñaba con bailar en los tablaos; era algo que había nacido con ella, un don, una necesidad. Nació al lado de donde recibieron su primer beso de luz el gran Silverio Franconetti, Pastora Imperio y El Espartero, pero no pudo vivir el ambiente flamenco que entonces había en barrios como Triana, la Macarena o el de la Feria, donde vinieron al mundo El Pintor, su hijo Lamparilla o Amalia Molina. Bailaba sola, a escondidas, en la cocina o el baño de su casa, escuchando las canciones de la radio.

Luego llegaron lo clásico de aquella época: el programa Conozca usted a sus vecinitos, de Rafael Santisteban, la Academia de Adelita Domingo y las Galas Juveniles del San Fernando. Más tarde, los tablaos, el Patio Sevillano, que estuvo en el Pasaje del Duque, donde entró haciéndose llamar María Cristina. Su base era el clásico español y el flamenco, una cuidada formación que la convirtió muy pronto en una artista imprescindible en fiestas privadas y otros tablaos, como Los Gallos, en el Barrio de Santa Cruz. Todo ello sin descuidar nunca la formación, que siempre fue una obsesión.

Su paso por la academia de Enrique el Cojo, de la calle Espíritu Santo, en San Juan de la Palma, sería fundamental para acabar de formarse junto a su pareja artística de aquella época, Paco Fabra. Hasta que en 1965 acudió a la Feria Mundial de Nueva York con Manuela Vargas y descubrió que había algo muy hermoso más allá del turbio estanque natal. El encuentro con otras culturas le sirvió para abrir las alas y pensar en otras conquistas.

Madrid era entonces el sueño de los artistas flamencos, sus tablaos y teatros, como ocurrió en el último tercio del XIX y primera década de la siguiente centuria. Sabía que el tablao era duro, que había que sentarse en las mesas con los clientes, que no bastaba sólo con bailar con la gracia de las gitanas de la Cava de Triana, como ella bailaba. Se llamaba alternar y Cristina no daba el perfil de la bailaora voluptuosa de generosos escotes y sediciosas curvas. Se reveló contra aquella inmoralidad y decidió girar de nuevo con Manuela Vargas.

Hasta que encontrándose trabajando en El Duende -el tablao madrileño de Pastora Imperio y su yerno, Gitanillo de Triana-, su novio, el bailaor Félix Ordóñez, le presentó en 1967 al bailarín Antonio Gades, la figura del momento, quien la hizo mirarse en el estanque, que viera en él su reflejo, como ocurre en el cuento del patito feo. Cristina se introdujo incrédula en el agua cristalina del príncipe de la danza y lo que vio la dejó maravillada. Lo que ocurrió después ya lo conocen de sobra: es parte de la historia del baile y de, sin duda alguna, la bailaora y coreógrafa más importante que ha dado Sevilla en toda la historia del flamenco. Y si decimos de Sevilla, decimos del mundo. Esto no la hace merecedora de todos los privilegios, pero tampoco es justo que haya salido del Ballet Flameco de Andalucía como ha salido.

Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque. Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.

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