Es una tentación evidente atraer al público ofreciéndoles comedias de tono ligero o producciones espectaculares. Todo lo contrario que este montaje, una obra de corte intimista que se sumerge en el dolor de la pérdida.
La historia gira en torno al reencuentro de una pareja que se separó tras haber perdido a su único hijo. Partiendo de esa premisa la dramaturgia se regodea en el dolor de la muerte de un ser querido, en las diferentes formas de afrontarlo y en cómo el sufrimiento se sitúa en el extremo opuesto del amor, sobre todo si, como le sucede al personaje de la mujer, se tiene la suficiente fortaleza para afrontar el dolor de cara, en vez de intentar huir de él, como hace su marido.
De esta forma, la historia se adentra de lleno en una reflexión sobre la capacidad de destrucción del dolor tan densa como angustiosa, aunque repleta de elementos evidentes y recurrentes.
No obstante, por fortuna los diálogos son fluidos y a ratos el dolor cede al amor, que de alguna manera sigue latiendo en los corazones de esta curiosa pareja, hasta el punto de reconducir la historia hacia el terreno del perdón y las pasiones reprimidas. Pero por desgracia esto no pasa de ser un mero apunte.
Tal vez se deba a que la puesta en escena de Miguel Ángel Solá se decanta por un trabajo de contención excesiva, que se desprende ya desde el espacio escénico, con una escenografía sobria y minimalista y un diseño de iluminación y vestuario que se limita a recalcar la neutralidad del ambiente.
De la misma manera, debido a su marcada impronta naturalista, la dirección de actores deja a Blanca Oteiza y Sergio Otegui sin más apoyo que su trabajo corporal, obligándolos a un ejercicio de interpretación tan contenido que impide que afloren las emociones que el texto nos propone, dirigiendo la obra hacia el borde el tedio, aunque se libra de él gracias al final abierto y las diferentes lecturas que el relato puede llegar a suscitar.