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Democracia y política

Las sociedades que, como la española, arrastran largos períodos sin libertades tienen una impresión negativa de la política. En la memoria histórica colectiva, la política y los políticos se unen a la violencia y a la corrupción.

el 15 sep 2009 / 19:07 h.

Las sociedades que, como la española, arrastran largos períodos sin libertades tienen una impresión negativa de la política. En la memoria histórica colectiva, la política y los políticos se unen a la violencia y a la corrupción. Para la gente común, la política y los políticos conocidos de tanto tiempo nacieron mediante la violencia y se mantuvieron gracias a la corrupción. Franco, cínicamente, hizo mucho por generalizar esa impresión. Él siempre dijo: "Haced como yo; no os metáis en política".

Lo cierto es, sin embargo, que no puede hablarse de poder político a secas ni de que el único poder sea el político. El poder político democrático tiene, a diferencia de cualquier otro, legitimación: es el ejercido por quienes han sido elegidos para ello por la ciudadanía. Y, además, no es el único poder que existe en nuestras sociedades, donde hay también poder social, poderes económicos, poderes mediáticos? Ninguno de ellos es plenamente democrático, salvo el político. Y su legitimidad no es sólo de origen, porque su ejercicio necesita ser revalidado. La necesidad de esta revalidación periódica, y el que sea la ciudadanía quien haya de concederla, sugiere que dicho poder debe responder, al menos en cierta medida, a lo deseado por los ciudadanos.

Y es que, si no fuera suficiente con su origen, el ejercicio del poder político democrático obliga a mantenerse en sintonía con la ciudadanía. Y sólo él puede servir para que la gente que no está dentro o alrededor de los modernos poderes fácticos pueda desarrollar su proyecto social. Es la única voz de los que no pueden hacer oír su voz de otra forma. Afrontar esta tarea de vocero en representación de otros exige que las responsabilidades de gobierno se ejerzan con los costes inherentes a toda toma de decisiones delegadas.

En una sociedad como la actual, en la que la capacidad de presión de ciertos grupos y medios es casi ilimitada, surge con frecuencia en el gobernante la tentación de renunciar a las propias políticas con el objetivo de evitarse confrontaciones. La renuncia a aplicar las políticas democráticamente legitimadas con el fin de evitar conflictos es demoledora para el sistema democrático. Es una desafección, no ya de una fuerza política sino del propio sistema democrático que, así, se muestra ineficaz para proyectar las pretensiones manifestadas por los votantes.

El diálogo, la negociación y la transacción son siempre aconsejables, especialmente en lo relativo a la forma de ejecución y aplicación de las políticas. Pero el contenido de éstas no puede ser negociable más que en sus aspectos más accidentales. Lo que está en la base del sistema democrático representativo es la realización de la voluntad de la mayoría, siempre que se respeten los derechos de las minorías. La renuncia a los contenidos de las políticas debido a la transacción implica renunciar a la realización de la voluntad expresada por la mayoría y, por consiguiente, supone erosionar los principios electivos y representativos.

El papel de los poderes públicos democráticos también es fundamental para compensar las tendencias centrífugas, cada vez más intensas, de los nacionalismos sin Estado. Ante una realidad nacional como la de España, caracterizada por una muy desequilibrada distribución de la riqueza, del poder político y de la influencia económica y social, sólo los poderes públicos tienen la posibilidad de situarse por encima, relativamente, de los inevitables egoísmos locales o territoriales.

En sociedades fragmentadas -que no rotas- como la actual, el papel de los poderes políticos democráticos es capital para evitar que la multiplicidad de intereses, ya sean sectoriales o territoriales, convierta el acontecer político y económico en una lucha de todos contra todos, donde se desvanezca cualquier proyecto colectivo y donde sólo prevalezcan los intereses de los más fuertes.

Además, los poderes públicos o, mejor dicho, sus titulares, deben ejercer también un liderazgo democrático en cuanto a las actitudes. Como responsables públicos, la función de los líderes políticos de izquierda no es sólo la de formular y ejecutar propuestas políticas. Es, también, la de impregnar de un carácter diferenciado la vida política. Ese estilo deberá estar caracterizado por la sencillez y la austeridad de los comportamientos. Pero, sobre todo, debe ir más allá: debe estar regido por un compromiso firme y decidido con los valores que se dice defender. Y en función de quiénes sean los inquilinos de los poderes públicos, el binomio libertad-igualdad estará equilibrado o, por el contrario, se balanceará a un lado o a otro. Cuando los liberales predican y practican la teoría de "menos Estado y más sociedad", lo que están proponiendo es la ruptura del equilibrio. Un equilibrio que cuando se rompe siempre lo hace por la parte más débil, esto es, por la de la igualdad.

En consecuencia, para un socialista, el poder público democrático es un instrumento absolutamente necesario para restablecer el equilibrio entre libertad e igualdad cada vez que éste se rompe por la acción de gobiernos liberales conservadores.

Cuando los ciudadanos sienten que hay que restablecer ese equilibrio ponen a los socialistas al frente del Gobierno. No nos llaman para que hagamos mejor las mismas cosas que hace la derecha, sino para que hagamos una política diferente que garantice el equilibrio de ambos términos.

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