Mario Dieguez en la novillada. / J.M. Paisano
Plaza de la Real Maestranza
Ganado: Se lidiaron seis utreros de Javier Molina, bien presentados y de juego muy desigual. Sirvió el primero, especialmente por el pitón izquierdo. Desconcertante, de juego cambiante e informal el segundo; noble y un punto a menos el tercero; peligroso y deslucido el cuarto; noble, distraído y rajado el quinto; reservón y parado el sexto.
Novilleros: Mario Diéguez, de blanco y azabache, palmas en ambos.
Tomás Campos, de tabaco negro y oro, silencio tras aviso y ovación.
Juan Pablo Llaguno, de marino mercante y plata, silencio tras aviso y ovación de despedida.
Incidencias: La plaza registró un tercio de entrada en tarde de calor sofocante.
El infierno de la tarde
Debutaba en su tierra el coriano Mario Diéguez, que llegaba precedido de cierto ambientito, especialmente después de su buen paso por Madrid. Pero las expectativas quedaron parcialmente defraudadas a pesar de los atisbos de personalidad y de algún toque de originalidad, como esa extraña forma de esperar al toro de salida entre las rayas, a un lado del portón de los chiqueros. Pero hay que dejar a un lado esas cuchufletas:el novillo se mostró algo brusco en la lidia y sorprendió a los hombres del novillero de Coria del Río pero acabó rompiendo en la muleta. Diéguez se puso y hasta enseñó la calidad de su oponente, que se deslizaba por el izquierdo. Pero la falta de confianza interior impidió que la faena llegara a tomar vuelo. El cuarto le permitió taparse de puro malo: embistió pegando frenazos y enterándose, buscando al torero por debajo del engaño en una faena sin brillo y sin rumbo.
A Tomás Campos, otro valor de la rica cantera extremeña, se le suponía el mejor y más contrastado oficio de los actuantes. Pero el segundo de la tarde fue un auténtico quebradero de cabeza para el novillero pacense. Cambiante, informalote e imprevisible, era capaz de coger la muleta embistiendo por abajo y hasta de abrirse en los embroques antes de pararse en unos y distraerse en otros. La espada funcionó con contundencia y Campos tuvo la ocasión de desquitarse brevemente con el quinto ejemplar de Javier Molina, que protagonizó la anécdota de la tarde al arrebatarle la espada de ayuda con la pelambrera del rabo, arrastrando el estoque un buen tramo de la faena. Con o sin la espada colgando, el novillo se abrió con importancia en los primeros embroques de una labor que tuvo temple, cadencia y firmeza en su fase central. Fue un pasaje muy corto; justo antes de que el novillo, progresivamente distraido y rajado, acabara renunciando a la pelea. La espada, una vez más, volvió a funcionar con autoridad.
Cerraba el cartel el mexicano Juan Pablo Llaguno, un muchacho al que ya se había visto por estos lares en calidad de novillero sin picadores. Emparentado con la familia González Sánchez-Dalp, repitió punto por punto la impresión que dejó en aquellos festejos de promoción. Había gustado con el capote recibiendo al tercero pero con la muleta en la mano evoca el aire de los toreros de los años 50. Lo que pasa es que al muletazo moderno le hace falta una mayor definición en el trazo y sobre todo mayor resolución y remate, sobre todo con novillos tan aprovechables como ese tercero que no terminó de apurar. El sexto, que se paró con peligro sordo, le dejó escenificar un arrimón después de volver a torear con planta perfilera, muleta suelta, remate por alto y aire arcaizante evoca a su ilustre pariente pero muy alejado de las exigencias actuales.