Los shocks macroeconómicos tienen la perversa característica de alimentarse a sí mismos induciendo comportamientos sociales que los agravan. Así, las malas expectativas provocan un retraimiento del consumo y de la actividad tanto más perjudiciales cuanto mayores sean los niveles de partida. En este sentido, el fuerte ritmo de destrucción de empleo de los últimos meses es un problema que no sólo está afectando a quienes pierden directamente su trabajo, sino que también merma la confianza de los que temen perderlo, y, en consecuencia, moderan su consumo. La cosa se agrava teniendo en cuenta que nuestra economía se había habituado a partir de 1994 a elevadísimos aumentos de ocupación.
¿Tiene sentido acometer en las presentes circunstancias una reforma laboral? Gentes de procedencias diversas y conferenciantes de fortuna vienen opinando que sí, coincidiendo, a la hora de dar detalles, en la necesidad de rebajar las cotizaciones sociales y flexibilizar (léase abaratar el despido) el mercado de trabajo. Por supuesto, también hay voces serias y autorizadas que se están uniendo al debate. Entre las últimas merece destacarse el grupo de economistas académicos que, bajo el paraguas del prestigioso FEDEA, hizo pública esta semana una Propuesta para la reactivación laboral en España. Sus alegaciones, presentadas en conjunto y asumiendo cada uno de sus puntos, son tan sensatas como se podría esperar de quienes las respaldan. El grave problema está, sin embargo, en que desde bastantes foros se ha utilizado el renombre de los firmantes para, descuartizando sus sugerencias, terminar diciendo la vulgaridad de que éstos defienden el abaratamiento del despido.
O para contarlo más gráficamente, mientras los economistas mencionados proponen acercarnos al modelo danés de flexiguridad, la contumacia neoliberal propone que nuestro mercado de trabajo aprenda del modelo chino de flexiprecariedad.
En el informe mencionado se argumenta que nuestro mercado laboral es muy ineficiente, aunque no se tarda en reconocer que la crisis económica no tiene un origen laboral. Un nuevo modelo necesitaría unas instituciones laborales que facilitaran la reasignación de trabajadores de los sectores obsoletos a los emergentes. El papel de las políticas activas de empleo es crucial en este campo: las oficinas públicas de colocación deben reestructurarse profundamente para hacer honor a su nombre, a la vez que los programas de formación continua se adaptan y adelantan la demanda laboral.
Acabar con la dualidad laboral no parece mala idea si ello significa simplificar el actual menú de contratos de trabajo, eliminando contratos temporales poco justificados. Otras ideas, como la de que, en las nuevas contrataciones, la indemnización crezca con la antigüedad, son susceptibles de generar los mismos efectos perversos que se tratan de corregir.
El objetivo de fomentar la contratación a tiempo parcial también es loable siempre que no sirva de pantalla para abusos.
En definitiva, la propuestas de mis compañeros, tal como yo las entiendo, apuntan al modelo danés de flexiguridad, donde el empresario es verdad que despide absolutamente gratis (con un preaviso de tres meses), pero (fíjense bien) el parado recibe un subsidio del 90% de su salario durante cuatro años máximo, tiempo durante el cual se le obliga a continuar formándose y a buscar empleo. Esta política funciona no en base al mero voluntarismo legislativo, sino gracias a unas inversiones en políticas de empleo del 5% del PIB danés. Recuerdo que el nivel de imposición allí es del 50%, mientras que en España apenas supera el 37%.
Catedrático de Hacienda Pública
jsanchezm@uma.es