Cultura

Dios ha muerto. Viva Paco de Lucía

Todos los grandes analistas de esta música han calificado siempre de genio a Paco de Lucía, pero muy pocos han sabido explicar por qué lo era.

el 27 feb 2014 / 14:05 h.

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PACO DE LUCIA Alguna vez pensé en la muerte de Paco de Lucía, sinceramente lo digo. Seguramente por temor a que eso pudiera llegar a suceder algún día. A otro genio del flamenco, Manolo Caracol, al preguntarle un periodista por su muerte, dijo muy en seco: «Ozú, qué lío». Eso mismo podría valer hoy para don Francisco Sánchez Gómez, el universal Paco de Lucía. Universal pero nuestro, de Algeciras, de ese rincón tan flamenco de Cádiz al que Félix Grande llamaba la Isla Verde. Y con permiso del universo, Paco es hoy más nuestro que nunca. Cuesta escribir sobre alguien a quien has amado toda la vida, desde niño, que ha formado parte de tu mundo, de tus vivencias y de tus sentimientos. Paco de Lucía y Camarón fueron los responsables de que miles de adolescentes de los años setenta entráramos a formar parte de la familia flamenca, de un arte que ellos revolucionaron cuando lo jondo empezaba a soltar las virutas de lo antiguo. Ellos venían de lo antiguo, de las raíces más hondas del flamenco, pero fueron los encargados de meternos en la modernidad para que este arte empezara a ser considerado tan importante o más que otros, como la música clásica, la ópera, el jazz, el pop o el rock.

Todos los grandes analistas de esta música han calificado siempre de genio a Paco de Lucía, pero muy pocos han sabido explicar por qué lo era. A lo mejor es que es imposible hacerlo. O nadie se ha atrevido a decir por qué era un genio, quizás por poca preparación o, sencillamente, porque no es fácil. Tampoco él supo explicar nunca la genialidad de su toque, porque Paco hablaba poco de él. Sabía que era Dios, pero era un dios modesto, humilde y tímido. Incluso le molestaba que lo trataran como a Dios, porque un día me dijo que a él lo que le gustaba era comerse un tomate con sal sentado en una acera junto a Camarón. Los genios no suelen ser sencillos ni humildes, pero Paco era las dos cosas. La última vez que actuó en Sevilla, en el Maestranza, se pasó media hora tocando para que bailara El Farru. Se lo recriminamos, pero una semana más tarde volvió a hacerlo en otro teatro. Siempre fue un músico libre, el más independiente de todos los músicos flamencos, quizás con Enrique Morente, nada mediático y, sobre todo, discreto y celoso de su intimidad. Paco de Lucía no fue el primer genio de la guitarra flamenca, como cabe suponer. Ni tampoco será el último, aunque ya se esté diciendo. Ramón Montoya, el Niño Ricardo y Sabicas, por citar solo a tres, lo fueron también y él los estudió a fondo para su formación. Y los superó totalmente, primero como acompañante, pasando por el tablao, los festivales y los discos, y luego como concertista, donde ya se mostró como el genio que ha sido, un guitarrista creativo y de unas facultades nunca conocidas. De hecho, creo que Paco basó su revolución particular en las portentosas facultades que tenía, en su capacidad de trabajo y entrega a la música. También en la creatividad, claro, porque ahí está su gran obra de composición. Hubiese sido totalmente imposible llevar a cabo una revolución como la suya, en el flamenco, sin esa creatividad que le llevó no a crear solo un estilo, sino varios estilos en pocos años. Cada disco suyo, sobre todo desde Fuente y caudal, era un cambio en la concepción del toque flamenco: Siroco, Solo quiero caminar, Ziryab… Manolo Sanlúcar, el otro genio de la guitarra, que debe estar destrozado, me contó un día que se fueron al norte de España a preparar un concierto que tenían que dar juntos. Ensayaban todo el día, sin descanso, y por la noche se iba cada uno a su habitación para poder dormir. Y me decía Manolo que mientras él intentaba conciliar el sueño escuchaba cómo Paco repasaba en la habitación todo lo montado durante el día. Ese fue el señor Paco de Lucía: un trabajador incasable, apasionado, enamorado del flamenco, de la música en general. Nunca bajo la guardia, ni en los momentos más difíciles, porque sabía que muchos genios querían quitarlo del trono. Los mismos que se habían hecho artistas gracias a él y a su revolución. Si cómo guitarrista ha sido el más grande –gustos a parte, claro–, como compañero y persona lo ha sido también. De esto pueden dar fe los mismos guitarristas, sobre todo los jóvenes, para los que siempre estaba dispuesto. No daba cursos ni seminarios y nunca quiso escribir libros. Pero cuando algún joven guitarrista lo visitaba en su casa o en su camerino acababa siempre sacando la guitarra de la funda y echaba su ratito con él. Incluso alguna vez sorprendió a alguno, como ocurrió con Rafael Riqueni –qué hundido tiene que estar el maestro–, al que visitó un día en su casa de Triana, sin anunciarse, porque quería saber cómo iba a orquestar una de sus obras. Paco era Dios y lo sabía, era consciente de su grandeza, pero nunca le importó bajar de los cielos y ser un ser humano más. Le encantaba estar con los jóvenes, conocer lo que hacían y por dónde querían tirar. No solo con los guitarristas, sino con los cantaores, sobre todo si le recordaban a Camarón. La muerte de Paco de Lucía ha sido un mazazo en todo el mundo y lo están llorando los más grandes de la música, de toda la música y de todos los continentes. Ha sido, además, una muerte que nos ha pillado a todos desprevenidos, por sorpresa, porque era aún joven y desconocíamos si padecía algún problema de corazón. Yo mismo no daba crédito cuando escuché la noticia en la radio de mi coche yendo de Sevilla a Mairena del Alcor. A pesar de que alguna vez había pensado en este día, en su muerte, seguramente temiendo el mazazo que supondría para el flamenco, que sin Paco de Lucía será menos grande. Es verdad que nos queda su obra, una obra inmensa, pero será duro no volver a verlo sobre un escenario. No volver a sentirlo abrazado a una guitarra, que fue el amor de su vida. Y el nuestro, cuando él la abrazaba. También tuvo sus detractores, como no podía ser menos en un arte, el flamenco, donde dos y dos nunca son cuatro y hay tantas sensibilidades contrapuestas. Como guitarrista nadie osó nunca cuestionarlo, pero sí se ha cuestionado alguna vez su actitud ante el flamenco, su etapa comercial y el hecho de que fuera un poco a lo suyo: a dar conciertos sin parar, esas giras interminables por todo el mundo, de continente en continente. Incluso se hablaba ya de que estaba agotado, que se había quedado sin ideas y que cada vez le costaba más esfuerzo hacer un disco original, señalar nuevos caminos, decir por dónde había que ir. Algo muy lógico en alguien que ha creado tanto y tan hermoso. A diferencia de lo que ocurre en otros géneros musicales, el mundo del flamenco es muy exigente. A cualquiera se le puede ir una nota, pero si se le iba a Paco, entonces ardía Troya. Él lo sabía y le dolían las críticas, aunque conocía tan bien el mundo de lo jondo que las entendía. Le daba pánico tocar en Sevilla y alguna vez lo confesó. Llegó a decir que sentarse a tocar en un teatro de la capital andaluza y ver en las primeras butacas a guitarristas de aquí como Riqueni o Manolo Franco, o a aficionados de la Peña Niño Ricardo, era una gran responsabilidad. «Para echarse a temblar», dijo una vez. Quería mucho a Sevilla, de donde era su primer maestro, el Niño Ricardo. Venía a tocar cada dos o tres años y nos dejó conciertos memorables en los Reales Alcázares y el Maestranza. Y le encantaba cruzar el puente de Triana y perderse por el barrio de Santa Cruz y la Alameda. Sabía, además, que muchos jóvenes guitarristas de Sevilla eran sus discípulos, como Riqueni y Manolo Franco, a los que adoraba. También sabía Paco de Lucía que era tan grande su figura que taponaba la salida de otros genios de la guitarra, la de algunos que mamaron de sus pechos y que crecieron a su vera, en algunos casos yendo con él como segundas guitarras. Gerardo Núñez, Tomatito, Vicente Amigo, Cañizares… Cualquiera de ellos podría ocupar el trono que Paco deja vacío, aunque ninguno lo intentará. Y si alguno lo hiciera, seguramente sería para continuar su obra, la del guitarrista más grande de todos los tiempos, aquel niño de la Isla Verde, el de la Portuguesa, que como era tímido para cantar como Camarón se escondió detrás de una guitarra y, además de hacerla cantar, la hizo universal para Andalucía, España y la Humanidad.

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