Cofradías

Dos cruces en el Postigo

Una promesa de sangre, en la capilla de la Pura y Limpia. El gesto de la agonía en el rostro de Dios. Una historia que hace correr vientos de leyenda en el Viernes Santo.

el 09 mar 2015 / 12:00 h.

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Viernes Santo. El Cachorro pasea su expiración por las calles de Sevilla. / Paco Cazalla Viernes Santo. El Cachorro pasea su expiración por las calles de Sevilla. / Paco Cazalla La tarde del Viernes Santo es tarde de paseo tranquilo, sin bullicios por el centro. La tarde de luto del Viernes Santo, Sevilla aún se despereza cansada de una madrugada que la ha llevado hasta el mediodía. Desde que el ciclo natural de la vida hizo que Juan José y Rosa volviesen a la intimidad de sus primeros años de casados; desde que el último de sus hijos dejó de ser un niño, les gustaba salir temprano. Llegaron pronto al Arco del Postigo, pero no antes que una anciana que, de pie sobre la acera, daba las buenas tardes a quien pasaba y se la encontraba en la obligada mirada a la capillita de la Pura y Limpia. La cruz de guía se divisaba en la Plaza del Triunfo, en los dominios de otra Inmaculada, cuando la viejita comenzó  a contarles una historia de las que el saber popular eleva a la categoría de leyenda, por bien que puedan ser ciertas: «Siempre vengo aquí a ver a mi Cachorro. Cada Viernes Santo, cuando llega la cofradía me acuerdo de un muchachito de la calle de Varflora al que el servicio le había tocado en Barcelona, y que combatió en el frente del Ebro…» Suntuosos nazarenos de capa comenzaban a pasar por debajo del que fuera Postigo del Aceite, mientras que la mujer seguía narrando su historia. «…ese frente fue muy duro, y le hirieron en una pierna… pero la herida que más le dolía la tenía en el corazón, y no se la había hecho una bala sino la muerte de un compañero, que era también sevillano del Arenal, en sus propios brazos.» La cofradía era ya barrio de vuelta, peregrinos de punta en blanco a los que el crepúsculo comenzaba  a cubrir de desaliño por el cansancio de muchas horas ya en calles ajenas, del otro lado de la ciudad a la que un río une y divide al mismo tiempo. Pasaban nazarenos que se volvían a rezarle a la Pura y Limpia. Pasaban  insignias que reflejaban sus destellos sobre las jambas centenarias de la Puerta del Aceite. Pasaba la vida en los ojos tristes de una anciana en los que se clavaban los de los nazarenos, buscando con la mirada el amparo de la madre del moribundo al que acompañan. «Agonizando, y al mismo tiempo que las balas seguían silbando a su alrededor, el soldado le había hecho un encargo:que le arrancara la crucecita de plata que llevaba colgada al cuello de un cordón de zapato y la echara en la rendija de las limosnas de la capillita de la Pura y Limpia.» Rosa volvió la vista, vio el cepillo de chapa negra, en la parte baja del portón de la capilla, y se estremeció de pensar que la historia pudiera ser cierta y que alguna vez la cruz de aquel soldado hubiese estado allí. Llegó Cristo moribundo, y en las conciencias de Juan José y Rosa, martilleaban las palabras que sesenta años atrás pronunció otra víctima del odio estéril: un soldadito del Arenal. «Manuel, mi marido, vió morir a su compañero en el frente. Cada vez que contemplaba al Cachorro, me decía que el gesto de su amigo al expirar había sido el mismo.» El perfil dramático del Dios que muere la vida de los hombres dibujaba la sombra de la muerte sobre el ocre del lienzo antiguo de muralla. Juan José y Rosa descubrieron en el rostro agonizante del Cachorro el último hálito de vida de todos los que se fueron dejando sembrado el dolor y la desesperanza en quienes los amaron en la misma vida que se les escapaba. «Veníamos cada tarde de Viernes Santo, a recordar a su amigo, y a las víctimas de todas las guerras.» Juan José tenía la mirada clavada en la garganta del Cristo vivo,  atenazada por el dolor como la suya. Por la mejilla del Señor corría una gota de sangre. Por la mejilla de Rosa corrió una lágrima. «Mi marido murió el año pasado. Le prometí que vendría este Viernes Santo, cuando se despidió de mí y de la vida con el mismo gesto que el Cachorro.» La vieron marcharse llevando sobre sus hombros el peso de la vida. Supieron entonces que no podrían volver a ver pasar al Cachorro por el  Postigo. No podrían soportar la ausencia de la anciana a los pies del Señor, y bajo el manto de la Pura y Limpia.

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