Cuentos inquietantes para una tarde de invierno es el título del nuevo libro que acaba de sumarse a la colección del Parque de María Luisa. Es la llamada Biblioteca a Cielo Abierto; un montón de obras, generalmente cortas y de muy diverso signo (aunque muy amigas del misterio y la leyenda, que es lo que pega allí) para que pueblen los anaqueles de sus glorietas y puedan leerlos quienes quieran. Las cinco piezas que componen este nuevo volumen son dos relatos de auténtica pata negra, una obrilla enigmática, una historia de humor negro para partirse de risa y una solemne tontería que no pega ni con cola por muy de Zorrilla que sea, pero que realza, por contraste, el ya de por sí notable valor del resto. Entre los personajes de esas obras, y por lo tanto nuevos moradores del Parque, destaca el conde Drácula. A ver quién es ahora el guapo que se sube al monte Gurugú.
Antes de desembocar en esa historia, que ocupa las páginas centrales del libro, al lector se le ofrecen otras dos muy curiosas. La primera es cortísima. Cortísima y rarita. Se titula El diablo y el relojero y la escribió Daniel Defoe, el de Robinson Crusoe. Y alguien dirá, con el inexplicable alborozo que despierta en uno lo que le resulta conocido: "¡Oh! ¡Ah! ¡El de Robinson Crusoe!" Pues que no lo diga. Porque semejante sujeto no era precisamente el orondo escritor inglés con patillas que se hacía retratar al óleo en un sillón de orejas. Fue un tipo singular, extraño, que se metió en mil líos a lo largo de su vida, trabajó en docenas de oficios diferentes a cual más extravagante (desde comerciante de calceta hasta cobrador del impuesto sobre las botellas) y profesaba una variante del cristianismo de cuyo grado de cordialidad da suficiente muestra el que sostuviera que el demonio está metido físicamente, en persona por así decirlo, en todos los fregados del mundo: en la política, en los negocios, en la Iglesia, en la vida cotidiana...
Pues imagínese a un hombre así escribiendo un relato breve titulado El diablo y el relojero. Que además tiene el añadido inquietante de estar presentado no se sabe si como una fantasía o como un suceso que el autor daba por auténtico. El mejor sitio para sentarse a leerla es bajo las pérgolas del Estanque de los Lotos, donde el mármol de la fuente y los flecos muertos de las enredaderas que caen de las escuadras proporcionan la atmósfera más adecuada para la historia más rara y descorazonadora de ahorcamientos que haya leído jamás.
Sáltese la segunda historia, que es la de humor, y déjela para el final. Diríjase a la Avenida de Hernán Cortés, con sus plátanos grises como esqueletos gigantes, apréstese para la seductora melodía de los carruajes que por allí pasean y pase directamente a la narración de Bram Stoker titulada El huésped de Drácula. Si la lee así, a palo seco, sin explicación previa, de inmediato aparecerá sobre su cabeza una enorme interrogación, como en los tebeos, y se preguntará: "¿Desde cuándo Drácula es un vampiro bueno?" Hágase a la idea de que desde nunca: Drácula, según el propio Stoker, su creador, era en todos los sentidos posibles una alimaña de mucho cuidado. Lo que pasa es que esto no es un cuento propiamente dicho, aunque durante muchos años haya pasado por tal. En realidad, fue el prólogo que el escritor compuso para su novela, la buena, la definitiva, el Drácula de toda la vida, y al final de arrepintió y la quitó de ahí, pensando que la obra sabría mejor al paladar sin ese entrante ambientado en Múnich durante la llamada Noche de Walpurgis. Algunos sostienen que la historia está aún mejor con esa introducción, cuyo protagonista (aparentemente beneficiado en ella por el de los dientes largos) no es otro que el desafortunado Jonathan Harker, que acabaría pasándolas canutas en el castillo de Transilvania hacia el que se dirigía. Allí, con la brisa fresca de enero, bajo el color mortecino pero bellísimo de las cortezas de los árboles y envuelto por el sonido de los cascos de los caballos, es donde tiene que leerlo. Tómese antes, si eso lo tranquiliza, un salmorejo preventivo.
Markheim, el siguiente relato, es una preciosidad. No sólo por cómo está escrito de bien (Robert Louis Stevenson, qué decir de ese genio que no se sepa ya), sino por el dilema moral nada ñoño que plantea entre la oportunidad y la conciencia. Sus tres personajes, arropados por el prodigioso talento descriptivo de Stevenson (que era un hacha dando miedo), tienen aquí trazos maestros, porque esto es literatura de primera división y se nota muchísimo en los diálogos, en el retrato psicológico: el anticuario, el asesino y el diablo. Sin reventarle nada, éste es el planteamiento, a ver qué haría usted: un lluvioso día de Navidad, un delincuente logra con engaños que un anticuario le abra la puerta de su establecimiento y allí, tras fingir cierto interés como cliente, lo mata de una puñalada para robarle el dinero. De momento no hay peligro, porque la criada salió de paseo en su rato libre, pero el criminal tarda en encontrar la caja con el oro y ya la mujer está a punto de regresar. El diablo (un diablo nada convencional, sépalo ya) entra en escena y ofrece ayuda a este Markheim. Y a cambio de nada. ¿Qué cree que sucede?
Ésta narración admite cualquier lugar para su lectura, aunque le sentarán de perlas las solitarias praderas de césped, generalmente poco frecuentadas, que lindan casi con la verja de las Delicias. Nada como el aislamiento para reflexionar a gusto. Y ya, para regodearse en la lectura de La pata de palo, busque la alegría de la Plaza de España y hasta la algarabía de las palomas de la Plaza de América, con ese árbol del amor tan sugerente, que después de todo se trata de un relato español. La historia es más cortita que la anterior; en ella, su autor, José de Espronceda, hace una simpática burla de los cuentos de miedo construyendo un suceso gracioso en el que se ven implicados un hombre muy rico que acababa de perder una pierna y un fabricante de patas de palo famosísimo por la calidad de sus obras, que muchos tenían por mejores que las auténticas hasta convertirse en una moda.
Es cierto, le queda por leer La mujer negra o una antigua capilla de templario, de José Zorrilla. Eso que se ahorra. Devuelva el libro a su sitio y recuerde regresar. Las novedades se suceden.