Los datos económicos del año que recién empieza aportados por el Consejo de Ministros auguran una mala época. A pesar de las medidas que se han adoptado en España y en otros países, la tozudez de los indicadores es evidente, señalándonos la gran envergadura de esta crisis que va a producir un empobrecimiento colectivo de la población y hará aumentar aún más el número de excluidos por razones económicas; y, lo que es más importante, que puede provocar que se resienta el sistema democrático. Y esta última consecuencia no se ha valorado suficientemente. Parece que las preocupaciones se centran en las consecuencias de índole económico que para la sociedad en general y para las personas afectadas en particular puedan tener la actual situación, y su evolución, poco favorable según todos los analistas. Con ser esto importante, no se ha reparado en la trascendencia que todo ello puede tener para el funcionamiento de la democracia.
Existe una íntima relación entre modelo económico y sistema político, y así lo hemos oído en los últimos años que sólo con el capitalismo es posible la participación política libre de todos los ciudadanos en el gobierno de la sociedad; en definitiva, que únicamente hay democracia cuando rige la economía de mercado. Una afirmación que se fundamenta en la experiencia histórica más reciente, puesto que, se aduce, de la implantación del comunismo se han derivado dictaduras políticas. Sin poder negar el hecho cierto, no se puede extraer una afirmación tan rotunda que vete toda posibilidad de construir en el futuro otro modelo de relación económica y política que se asiente en la igualdad efectiva de todas y todos. Pero no es este el aspecto sobre el que quiero reparar, sino en el binomio capitalismo y democracia.
En el origen de la democracia burguesa está sin duda el surgimiento del modelo capitalista. Sin embargo, la relación democracia-capitalismo no ha funcionado en todo este tiempo de una manera tan perfecta como para permitir afirmar con rotundidad que es imprescindible su convivencia exclusiva, o, al menos, en los términos con que quieren imponerla. Fue la desigualdad lacerante provocada por el desarrollismo industrial sin ningún tipo de cortapisas la causa de los acontecimientos funestos que jalonaron la primera mitad del siglo XX en Europa. De todos es conocida la situación económica de la Alemania prenazi, que se apunta, junto a otras causas, como el factor desencadenante de este episodio negro de la historia europea, lo mismo que cabe decir de las otras dictaduras que se impusieron en nuestro continente. Para conjurarlas, fue necesario que surgiera el Estado Social como una exigencia de la democracia, pues sólo cuando los ciudadanos tienen cubiertas sus necesidades esenciales pueden participar con libertad en la construcción política. Y para ello se requirió la intervención del Estado en la economía, para conseguir una cierta redistribución de la riqueza y asegurar mediante los derechos sociales la igualdad en el goce de los bienes esenciales para la persona.
Los intereses generales empezaron a estar presentes en las relaciones económicas y los poderes públicos se convirtieron en sus garantes. Con todo esto se ha asolado en estos últimos años, y se ha achicado al Estado todo lo posible mostrándolo como un instrumento innecesario, hasta que ahora, todos, llaman a su puerta, pidiendo ayuda ¿Estará en condiciones de prestárnosla?
Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide