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El bicentenario de Darwin

Si Darwin levantara la cabeza! Acaban de cumplirse dos siglos de su nacimiento, y, a mayor gloria del naturalista inglés, en noviembre se cumple siglo y medio desde la publicación de El origen de las especies. Sin embargo, en pleno 2009, cuesta creer que la popularidad de su teoría se deba no sólo...

el 15 sep 2009 / 22:39 h.

Si Darwin levantara la cabeza! Acaban de cumplirse dos siglos de su nacimiento, y, a mayor gloria del naturalista inglés, en noviembre se cumple siglo y medio desde la publicación de El origen de las especies. Sin embargo, en pleno 2009, cuesta creer que la popularidad de su teoría se deba no sólo a su veracidad, sino a la polémica que aún suscita en amplios sectores religiosos de la población.

Aún hoy, los creacionistas, aquéllos que sostienen la literalidad del Génesis, o bien que el hombre no es producto de la selección natural, sino de un repentino y meditado acto divino, representan a un porcentaje nada despreciable. En Estados Unidos, los creacionistas son probablemente mayoría entre los votantes republicanos, y, sin duda, lo fueron en los sucesivos gabinetes del peor presidente norteamericano de la historia. Qué terquedad, la del ser humano. Qué egocentrismo. Qué resistencia a aprender de nuestros propios errores.

Sin embargo, el peor error es que no pensamos en términos biológicos, es decir, teniendo en cuenta que nuestras exigencias e inclinaciones más poderosas son animales. Sin un reconocimiento así no es posible diseñar una educación que canalice mejor nuestros instintos, nuestra voracidad, nuestro carácter territorial y posesivo. Sin más humildad, no lograremos una sociedad más sana. Y me parece que este egocentrismo es la perniciosa herencia que nos legan las religiones oficiales.

Según creo, no será insistiendo en nuestro origen divino, en nuestra superioridad sobre el resto de especies animales como demos un paso más civilizado. Para el propio Darwin, el hombre era una especie salvaje que no había sido domesticada; y, en tal sentido, su agresividad, su carácter depredador terminaría condenándolo por sí solo.

Aún recuerdo los textos de filosofía de bachillerato, y cómo estudiábamos aquello de que el hombre era el único ser inteligente sobre la faz de la tierra, que los animales carecían de inteligencia. En pocas palabras, como si la inteligencia no fuera una cuestión de grado, sino de ciencia infusa. Una cuestión, obviamente, de tener alma, o no.

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