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El camino a Jerusalén se hace con bonometro

Sevilla quería estrenar traje, zapatos y medio de transorte. Por eso la ciudad se entregó en masa al Metro para poder contar esa primera Semana Santa subterránea.

el 16 sep 2009 / 00:59 h.

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Con ramas de olivo, con palmas trenzadas y bendecidas... y en Metro. Así es como cubrieron ayer los sevillanos el camino hacia su particular Jerusalén, ese centro histórico milenario que, tras un año de duermevela, recuperó sus latidos, su pasión, sus ganas de Semana Santa. El sol, el calor, el ansia de estrenar lo nuevo para ver lo de toda la vida arrastraron a los ciudadanos desde primera hora de la mañana, en un día luminoso de tradición recobrada, de enseñanzas heredadas y de fe. Porque también hay fe tras el hábito y el rosario de rutinas aprendidas.

Temprano salió Sevilla a la calle. Antes de las once, bullían los barrios (Amate, Alcosa, Cerro, Porvenir), con riadas enteras de familias cumplidoras de la premisa de estrenar el Domingo de Ramos. "Eso en Sevilla es intocable -reconocía Manuela Aragón, 72 años, carmín en los labios y pendientes de coral-. Hay que recibir digna al mejor día del año". Un poco de paseo, una tostada en la esquina, y viaje al corazón cofrade. Al Centro. Ya basta de caminos viejos. Si es Domingo de Ramos, si es día de estreno, es día de Metro.

Desde el jueves llevaba abierto, pero muchos son los que esperaban a su día de fiesta, al día en que ir al Centro es casi obligación, para pasar revista al suburbano. Por eso, a la espera de los lunares y la explosión de color de la Feria, ayer fue el día de gala del Metro. La elegancia forzada de los políticos que estrenaron vagones hace tres días se tornó en derroche de día grande popular y cercano. Los hombres ponían a prueba las sisas de las chaquetas (azules, blancas) en las agarraderas de los vagones; las mujeres hacían lo propio con sus tacones, empeñados en enterrarse en las rayas de las escaleras mecánicas; los niños acababan con horas de plancha arrugando sus vestidos, tirados unos sobre otros en los asientos, mirando embobados los campos del Aljarafe.

Pero, ay, la idea de estrenar Metro a la vez que Semana Santa fue feliz pero demasiado tópica, así que los ciudadanos terminaron colapsando el suburbano y poniendo a prueba unos medios que, al menos ayer, demostraron ser insuficientes. Como casi todos se estrenaban en el medio, casi nadie tenía tarjeta de viaje, así que tocaba sacarla. ¿Cómo si en estaciones principales como El Prado sólo hay dos máquinas expendedoras? ¿Cómo si de esas dos, una está rota? ¿Cómo si la que queda no admite billetes, sino sólo monedas y tarjetas de crédito? El caso de esta estación se repitió en Nervión y en Ciudad Expo, especialmente, lo que provocó colas mínimas de 40 minutos para poder lograr un ticket. Familias enteras se agolpaban para entrar, perdiendo la paciencia por minutos. "Es que va a salir La Borriquita y no llegamos", murmuraba cada vez más enfadado Rafael Melgar con sus mellizos a cuestas. En las estaciones del Aljarafe, la cola para sacar billete le daban la vuelta a la propia estación. Los dos chavales de información pagados por la Junta no paraban de pedir disculpas y buscar soluciones con una amabilidad inagotable.

Superada esa prueba, tarjeta en mano, las riadas de sevillanos iban en busca de los vagones y se topaban con más problemas. Casi dos horas estuvo sin escaleras mecánicas la estación de El Prado, y también hubo problemas intermitentes en Cocheras y Plaza de Cuba. Tocaba ir a pie con los trajes de bonito, los carritos de los niños y las bolsas con los capirotes. Uff. Una vez en el andén... Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Los metros pasaban sin parar, a reventar. La impaciencia iba mermando las ganas de domingo del personal. El que lograba entrar, al fin, en los vagones, sabía resignado que se iba a convertir en una sardina enlatada. Enlatada y aún enfadada. "Antes de abrir hay que organizar", se lamentaba Carmela Ríos mientras protegía a su nieto, Álvaro, cuatro años, todo ojos abiertos, impresionado de "tanta gente".

El mal trago se iba diluyendo, dando paso al disfrute de los novatos. "Esto es un obrón padre... Qué maravilla", elogiaba Araceli López. "Qué cómodo y qué rápido", repetía Tomás Romero. Eduardo Marqués, a sus 87, se montaba por primera vez en un Metro para ir de templos, con el bigote recortado y su hoja de olivo en la solapa. Jaime Valor, de cuatro, lloraba si, en los túneles, "el autobús se quedaba sin paisaje". Saray Salazar, a sus 18, se conforma con no dormirse tras 10 horas limpiando casas y no sueña con una borriquita tan blanda que se diría toda de algodón, sino con una cama. Son las mezclas. Es Sevilla. La que viaja para sentir, la que viaja para trabajar. La fiesta y la obligación unidas en una vía. A la salida, de nuevo bulla, la antesala de la que se formará en las calles ante los pasos. Pero ya están allí. Ya no importan los estrenos atragantados. La ciudad, otro domingo más, ha entrado en su semana grande.

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