Sin duda, Miguel Mihura es uno de nuestros dramaturgos contemporáneos más paradigmáticos y aclamados. Sus obras, aunque tuvieron que esperar varias décadas para alcanzar el triunfo, lograron aglutinar a un público masivo y expectante, como el que el jueves se congregó en torno a esta nueva reposición a cargo de Amalia Ochandiano quien, aun siendo fiel al original, ha optado por dar a la obra una carga cómica diferente.
Y es que, más que reflejar el humor absurdo y la crítica social que se desprende del relato, se decanta por un tipo de comicidad un tanto histriónica que, de alguna manera, trasgrede el estilo de Mihura.
Ochandiano se sirve de un espacio escénico que reproduce de forma intencional la atmósfera del teatro de los años 50 gracias a la escenografía, la música de Cool Porter -que ejerce de contrapunto de la atmósfera gris de posguerra- y el vestuario, que recuerda a las comedias hollywoodienses de teléfono blanco.
Ese envoltorio resulta clave para situar la obra, algo sin lo que la historia, que gira sobre la imposibilidad del divorcio en la España franquista y supone un canto al amor y a la libertad de elección, no acabaría de entenderse. Lástima que, pese a todo, tan hermoso alegato resulte algo anacrónico.
No obstante, resulta muy interesante el uso que la directora hace de esos elementos formales para imprimir un ritmo fluido a la puesta en escena y otorgar un absoluto protagonismo a la interpretación actoral.
En ese sentido cabe destacar la interpretación de la protagonista, Isabel Ordaz, quien, derrochando comicidad, nos brinda una lección de dominio del ritmo vocal y la expresión corporal y nos regala una actuación colmada de maestría y genialidad.