Toros

El Cid: Salteras, Bilbao y Bayona

El diestro de Salteras, pese a los vaivenes del último tramo de su carrera, puede mirar atrás desde su tierra y hacerlo satisfecho.

el 14 abr 2013 / 18:09 h.

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El diestro de Salteras El Cid. / Jaime Pandelet El diestro de Salteras El Cid. / Jaime Pandelet El Cid cimentó su condición de figura en torno a dos cumbres que pusieron lindes a un lust ro prodigioso en el que nadie le regaló nada: los postes que limitaron aquellos cinco años que le mantuvieron en la primera línea de la guerra del toreo fueron el rabo cortado en Bayona en 2002 a un toro de Victorino Martín y la encerrona bilbaína de 2007, antología definitiva de la recia y clásica tauromaquia del matador sevillano. Antes, mucho antes, fue la dura forja por los pueblos de la Meseta junto a tantos y tantos chicos que dejaron los mejores años de su vida en el empeño sin salir de aquel valle de terrores. Y El Cid ya era un muchacho curtido al que algunos hacían demasiado talludo para poder abrirse paso en una profesión que se aprende mejor sin espolones. Su hermano mayor, El Paye, había intentado antes la aventura del toreo sin éxito pero la determinación de Manuel era tan firme como duro el camino que se abría delante de ese trozo del Aljarafe que había servido de pasto a las vacas de la lechería familiar. Él mismo había destripado con su tractor aquella tierra hermosa, cuna de tantos toreros, sabiendo –ésa fue la primera lección que aprendió en la vida– que no hay que esperar que nadie te regale nada. El aspirante a torero creía en sí mismo y muy pronto supo que los talentos había que ir a buscarlos lejos de Salteras, más allá de Despeñaperros. Manuel dejó a los suyos y lió el petate camino de Madrid para vivir en torero. Sabía que sólo encontraría el rumbo definitivo curtiéndose de oficio y miedo en los ruedos del cinturón de la capital, entrenando en la Casa de Campo, espiando la gloria desde los tendidos de granito de la plaza de Las Ventas, un ruedo que también se iba a revelar fundamental en su carrera. Estaba empezando a ser yunque para aprender a ser martillo. La alternativa, en Las Ventas, fue el colofón a ese largo tramo de forja que le sirvió para no alejarse de la cara del toro. Podía haberse doctorado antes pero la dura escuela de los pueblos castellanos le sirvió más: en la lidia de las reses bravas y en la propia vida. Aún había que escalar muchas cumbres pero estaba preparado para ello. Pechó con todo lo que le echaron y los profesionales pronto supieron que había torero. En Bayona, al estrenarse el mes de septiembre del año 2002, le esperaba un encuentro que cambiaría su vida y le colocaría en el disparadero al cortar un rabo a un excelente ejemplar de la ganadería de su vida. Los toros de Victorino Martín se iban a convertir en sus mejores compañeros de baile y en la plataforma de sus triunfos más resonantes. Consolidado en la primera fila, El Cid consigue cuajar definitivamente en figura en 2005, una temporada que gravita en torno a las Puertas del Príncipe conseguidas el Domingo de Resurrección y en la tarde, como no, que se lidiaban los toros de Victorino Martín, las mismas reses que le iban a permitir subirse a la cima en la temporada posterior en una encerrona en solitario –que no había podido ser el año anterior por una inoportuna lesión en el codo– que culminó abriendo por tercera vez esa puerta que se mira en el Guadalquivir. En 2007 llega la definitiva reválida, vis a vis con un fiero victorino llamado Borgoñés que se llevó todos los premios de la Feria y enseñó la quintaesencia de El Cid, el torero que mejor ha toreado a los antiguos albaserradas. Aún había que escalar una última cumbre y viajar de Salteras a Bilbao. Era la tarde de su vida y el torero sevillano afrontaba la prueba definitiva, una encerrona trascendental con la ganadería que le había dado casi todo. El Cid marcó un techo alto, muy alto, que no volvió a alcanzar. ¿Qué pasó con el torero después de aquella antología vasca? ¿Se convirtió también en su elegía? El honesto diestro de Salteras mantuvo el tipo aunque costó recuperar el tono. Aquel desfondamiento artístico –vaciado por completo de toreo y esfuerzos– fue seguido de la dura enfermedad y el fallecimiento de su padre. El torero se adentraba en su propia tiniebla y sorteaba, toro tras toro, una suerte esquiva que en otro tiempo habría trocado en triunfos grandes. El último día que lo vio su viejo –con los pulmones horadados de nicotina y trabajo duro– se batió el cobre con un gran toro de Ventana de San Lorenzo que su mismo padre había escogido por la mañana al sacar la bolita del lote en el sorteo. El matador se fajó con él sin lograr domeñar por completo sus demonios interiores y aquel día dio la vuelta al ruedo llorando. A pesar de esas cimas y simas, ¿cuál ha sido el secreto del torero sevillano? Lograr mantenerse en los primeros estratos del escalafón a pesar de los vaivenes del último tramo de su carrera. Recuperado el pulso y el ritmo, Manuel volvió a retomar su condición de sólido torero de ferias del que ya no se ha apeado. Ya puede mirar atrás desde cualquier alcor de la tierra de Salteras y hacerlo satisfecho. Su familia, su gente, sus hijos y él mismo lo saben bien. Y se lo debe al toro.

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