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El compromiso viste chándal

Este 'educador de calle' inculca valores a los chabolistas a través del fútbol.

el 13 dic 2009 / 08:04 h.

Jorge Morillo.

“Yo he sentido la experiencia de Dios metiendo las manos en el fango”, dice Jorge Morillo, educador de calle, futbolista de los suburbios, mediador con los gitanos, personaje inefable que ha construido su vida sobre esos dos puntales: su fe –de misa y rosario diarios– y su afán por ayudar “a la gente a la que no quiere nadie”. En enero cumplirá 25 años tratando de educar a niños gitanos a través del fútbol, transmitiéndoles valores por medio del deporte. Ése, al menos, fue el principio. Con el tiempo, a los partidos una vez por semana en campos de tierra improvisados se unieron desayunos, meriendas, excursiones a la playa, salidas a partidos si consigue que un equipo regale entradas a los críos, reparto de regalos de Reyes...

Juega con los niños del Vacie, de Torreblanca, de las Tres Mil Viviendas, de San Juan de Aznalfarache y con los que viven bajo el puente de San Juan. Su imagen paseando entre chabolas con su pelo largo, rizado y canoso asomando bajo la gorra, sus barbas y su eterno chándal del Betis es indescriptible.

Casi tanto como su destartalada furgoneta blanca, forrada de pósters de Jesucristo, mensajes de paz y oraciones pegadas con celo. Cuando llega adonde viven los críos, se arremolinan alrededor porque saben que algo les lleva: la merienda cedida por el Banco de Alimentos; balones entregados por alguna empresa; juguetes logrados Dios sabe dónde... debe ser cierto que la providencia lo protege, porque es difícil explicar cómo sigue adelante con un programa inventado por él, ejecutado por él y financiado con lo que el día a día le va deparando.

Morillo asegura tajante que la fuerza le viene de Dios –“yo he dejado que Él haga conmigo lo que quiera”– y que “la gente marginal” le hace sentirse distinto y ser quien es. Si escarba un poco, encuentra tres motivos para haber elegido ese camino: el primero “mi madre, una mujer maravillosa que estaba muy enferma, le aconsejaron que no tuviera hijos y tuvo dos. Ella me enseñó que todo el mundo es bueno”, afirma.

Luego, aferrado a estas raíces, le llegó su conversión: a los 21 años fue a acompañar a un amigo al Seminario. El amigo no se quedó, pero él sí. Lo que suele pasar con los concursos de talentos, sólo que a él lo volvió del revés. “Yo no quería ser cura, pero sentí una renovación”. La vida le reservaba otra sorpresa: lo destinaron a Granada, a la barriada marginal de Almanjáyar, se topó con los gitanos de allí, auténticos parias de la tierra, y tuvo clara su vocación.

Comenzó con el deporte. “Fue como una amistad: empecé con el balón, me fui metiendo, conociendo a los chavales, dando pasos... y cuando te das cuenta han pasado 25 años”. La broma le ha acarreado una treintena de premios, los tres últimos apelotonados en dos días. El que más ilusión le hace es la cruz de Caballero del Mérito Civil, que le concedió el Rey en 1985 y le entregaron en 1989. Pese a tanto reconocimiento, sabe que vive en un universo paralelo: “En los tres últimos premios, que me hacen sentir muy orgulloso, nadie me ha preguntado qué necesito para seguir con mis proyectos. Vivimos en dimensiones distintas”. Porque en estos 25 años sólo ha recibido ayudas puntuales. “Vivo en una inestabilidad permanente”. Es el precio que ha tenido que pagar, además de restarle tiempo a sus cuatro hijos: Alegría, Fátima, Jorge Jesús y Moisés.

A Morillo le critican la falta de método, de planificación, el poner más ilusión que conocimiento. Él admite que es autodidacta, pero está convencido de lo que hace, y de que nadie ocuparía su lugar si él abandonara. Cuando llega a las chabolas, siempre hay chiquillos churretosos y despeinados que le tiran del chándal para llamar su atención, para hacerle preguntas, para que juegue al fútbol con ellos. Como si les hiciera falta.

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