Se había organizado todo para el 12 de octubre de 1962: toros de Samuel Flores para Antonio Bienvenida, José María Montilla y el doctorado de un novillero que había sacado al toreo de su molde. Pero la lluvia impidió que Manuel Benítez El Cordobés pudiera tomar la alternativa en aquella tarde otoñal. Fiel a su compromiso, esperó al 25 de mayo de 1963 -en la yema de las antiguas fechas de la Feria de la Salud- para hacerse matador de toros en la vieja plaza de Los Tejares con idéntico cartel de toros y toreros. Aquel buscavidas de Palma del Río ya se codeaba con los grandes. Había nacido un nuevo icono de la España del siglo XX. Manuel Benítez Pérez formó un auténtico alboroto aquella tarde pero ya era una figura social y taurina antes de recibir los trastos de torear de manos de Bienvenida. El nuevo diestro salió a hombros en medio del delirio del público cordobés, que abarrotó aquella plaza decimonónica a la que sólo quedaban dos temporadas de vida. La poderosa estela del Benítez llevaría a un grupo de comerciantes e industriales cordobeses a erigir el inmenso coso de Los Califas, que sería inaugurado por el propio Cordobés en una corrida a beneficio de la Asociación de la Lucha contra el Cáncer. Pero hoy se cumple medio siglo de una alternativa que hay que entender dentro y fuera de las fronteras del planeta de los toros. El Cordobés fue el torero ye-ye, una imagen más de la España del desarrollismo y uno de los rostros de esa ruptura que impregna todos los estratos de una sociedad en erupción. Esa marea de cambios no fue ajena ni a la propia Iglesia Católica, que clausuraría el Concilio Vaticano II sólo diez días después de la alternativa de Benítez. Las casualidades nos sirven para trazar interesantes paralelismos: el concilio de Roma se había convocado a la vez que aquel ratero de Palma del Río iniciaba su égira de don nadie en busca de una gloria que tardaría aún en llegar. Manuel Benítez, al que habían apodado sucesivamente El Renco y Palmeño parecía predestinado para la miseria y tenía tomada la firme decisión de marchar -como tantos españoles de la época- a trabajar a Francia como emigrante. El maletilla ya se había tirado de espontáneo aquí y allí; había vivido el submundo de las capeas y hasta había conseguido vertirse de luces sin demasiada fortuna por pueblos sin nombre. Todo parece metido en un callejón sin salida cuando, el 13 de septiembre de 1959, sufre una cornada de un novillo resabiado en Loeches. Es el mismo novillo que ha herido también a su compañero Manuel Gómez Aller al que ve morir desangrado en la cama contigua del Hospital General de Madrid. Pero hay un encuentro providencial que cambiará la vida del incipiente torero y dibujará una de las imágenes más inconfundibles de la España de los años 60. Rafael Sánchez El Pipo sería el encargado de modelar el personaje, aprovechando y dramatizando la extracción humilde del antiguo Renco; su condición de ratero ocasional, de buscavidas en esos caminos polvorientos de la España que empieza a olvidar la posguerra. El Pipo será el encargado de bautizarle como El Cordobés. El 15 de mayo de 1960, después de una campaña de relaciones públicas que logra llenar la plaza, organiza una novillada en Córdoba que supondrá su despegue inmediato. La tila por las nubes se titularía la crónica del recordado periodista local José Luis de Córdoba. "El público, nervioso -tila, tila-, se miraba asombrado. ¿Se trata de un chalado o de un inconsciente? Nosotros, simplemente, decimos: se trata de un chaval que quiere ser torero". Aquella novillada sin picadores le lanza definitivamente. Palma del Río, su pueblo natal, se convierte en el escenario del debut con picadores al que siguió, prácticamente sin solución de continuidad, su participación en la película Aprendiendo a morir. Ya es un ídolo de masas y aún no ha tomado la alternativa cuando es reclamado desde el palacio del Pardo para participar en un inusual festival invernal bajo la presidencia del mísmisimo Franco. El festejo se celebra en los jardines del palacio y cuentan las crónicas que aquel hijo de represaliado republicano se llevó más tiempo volando por los aires que andando pero ya gozaba también de la bendición del generalísimo. Inspiración del O llevarás luto por mí de Lapierre y Collins, llegaría a ser portada reincidente en la revista Life. Se hace acompañar de un profesor particular -dentro del sabio plan de promoción diseñado por El Pipo- al que se muestra como preceptor del torero analfabeto que está ávido de adquirir la cultura que no pudo beber en sus años de maletilla. Compra una avioneta que le ayuda a completar unas temporadas que pulverizan todos los records y mantiene intacto su tirón hasta el punto de provocar una peregrinación de empresarios a su finca de Villalobillso ante el amago de una retirada que no se produjo. Los empresarios firmaron su continuidad -y la elevación de su caché- en la almohada que le había servido de consulta. Después llegaría la guerrilla, las idas y venidas de los 90... El rostro del Cordobés pertenece por derecho propio a un retablo de imágenes en el que figuran el Seiscientos, la Costa del Sol, el apartamento de Benidorm o la popularización de la incipiente Televisión Española. Pero ese carisma, su rol de icono de la década prodigiosa, no puede enmascarar su valía como gran torero, que va mucho más allá de esas formas iconoclastas -incluido el famoso flequillo- que enardecían a los públicos que llenaban las plazas para verle mientras los puristas se rasgaban las vestiduras.