Local

El curioso caso del niño que se perdió en la isla

el 12 may 2012 / 21:15 h.

TAGS:

Lo habían intentado Curro, los mariachis con sus monsergas y hasta los que tiraban los fuegos por la noche, pero solo la humorística mirada de Beatriz, reina de Holanda, de cuya anunciada visita se dijeron dos palabras la semana pasada a modo de prólogo, logró relajar por fin a Emilio Cassinello con su regia falta de prisas y sus deliciosas bromas de vieja monarca europea. Venía ella con una pamela como de ir a recoger tulipanes, con la que se paseó, casi del brazo del comisario -solo casi- hasta acabar sentada al lado de un Chaves que también casi -solo casi- lucía flequillo. "Es una señora encantadora", acabó diciendo Cassinello, quien llegó al extremo de la osadía (o de la gratitud) definiendo aquella visita de "comodísima".

Esa bucólica jornada en que se convirtió el 7 de mayo de 1992, a la que se sumaba el punto emotivo del Día de Honor de la Cruz Roja bajo el lema Unidos contra los desastres, se ve que no tuvo el mismo efecto en todos los gerifaltes del magno acontecimiento o magna cosa, porque a los pocos días saltó Jacinto Pellón riñendo al gentío y diciéndole que a ver si pedía los tickets cuando comprara un Currito o cuando se metiese una salchicha gigante entre pecho y espalda, que si no no había forma de sacarle el canon a las empresas del lugar. Jacinto Pellón, para que nadie se líe, era el jefe de verdad, el personaje político, y presidía la Sociedad Estatal Expo 92.

Como se puede observar, el asunto de mirar a ver de dónde se rascaba dinero no era la menor de las preocupaciones ni el menos importante de los descubrimientos pendientes. Con la historia (o con el cuento, más bien) de que no bloquearan la calle Torneo y demás, a los autobuses discrecionales que descargaban turistas y colegios enteros los obligaron por estas fechas a hacerlo en el aparcamiento de la Expo, que les clavaba la magna cifra de dos mil pesetas (doce euros) por una estancia de hasta tres horas, con lo que la sangría diaria de un autobús podía alcanzar fácilmente las diez mil pesetas, que era un billete enorme y absolutamente incambiable con la faz del rey Juan Carlos. Pero Pellón no era el único que no había conseguido aliviar la tensión de hombros con la dulce Beatriz de Holanda: los periodistas, como se dijo el otro día, estaban con los nervios hechos añicos por culpa de los gorilas de los líderes mundiales, que tenían unas espaldas como dos esferas armilares adosadas y unas manos que cuando decían que no era que no, pero solo para los periodistas sevillanos: a los demás, pasen ustedes por aquí, caballeros. Total, que para terminar de caldear el ambiente vienen los valencianos y montan una fiesta de moros y cristianos, justo lo contrario de lo que exigía la prensa local: o todos moros o todos cristianos.

Volviendo al asunto madre, aquí a todo el que venía se le pedía dinero. No tenía peligro la Expo. El día 8, con la excusa de que era la Fiesta de la Comunidad Europea, Felipe González se puso a ronearle al francés Jacques Delors (el inventor de la Europa por la que ya no nos atrevemos a preguntar) a ver si le daba suelto para Doñana. Y sabe Dios si fue por este prurito recaudatorio o por mero azar, pero lo cierto es que de buenas a primeras comenzaron a funcionar los cacharritos de Curro, esas maquinitas que había repartidas por toda la isla de las de echar moneditas, y que por algún enigma jamás aclarado no andaban. Hablando de máquinas: buena la liaron el día 11 unos alemanes que no se creían que Thomas Coram, el androide del pabellón de Tierras del Jerez, fuese de verdad un robot. Que no; que para expertos en tecnología, ellos; y que esa mirada era humana. No hubo forma de convencerlos, mientras la máquina, con toda su urdimbre de cables y chapas, seguía declamando versos de Shakespeare. ¿Shakespeare, en Jerez? Pues sí. Aquí, si no hay, se inventa, y en Jerez se acordaron de esa obra del inglés titulada Enrique IV en la que, entre otras lindezas del producto, se dice: Si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les enseñaría sería abjurar de toda bebida insípida y dedicarse al jerez. Y nada más que con esto montaron un día estupendo en el citado pabellón, trasegando de las barricas como es menester en tales ocasiones.

Thomas Coram se llamaba, sí. Ese día, además, fue el de Rusia y el de perseguir a los enamorados. No a todos, ciertamente, sino solo a aquellos que resueltos a llegar a las últimas consecuencias de la carnalidad debajo de un puente, al amparo de un toldillo, al fresco de una fuente o donde les pillaran los calores internos. Prohibidas las intimidades, tituló El Correo este asunto en el que se hablaba de "severas restricciones a los actos amorosos". Las autoridades del lugar decían que por muy golfo que fuese el horario de la Expo -que lo era: hasta las cuatro de la mañana, que no es precisamente la hora del Ángelus- el fornicio sería perseguido con celo. "No es buen sitio este, vamos a hostigarlos", anunció uno de los responsables.

Fueron siete días en los que la Expo casi logró conservar su paz. Pero solo casi. De hecho, esa relajación muscular permitió que el naufragio (a la altura de Valencia) de esos barcos vikingos noruegos que venían a vacilar de espíritu descubridor se presentara como una prueba de los peligros que tiene el mar, que ya es darle la vuelta al asunto. Pero al séptimo día se rompió el hechizo y desde el primero hasta el último de los responsables de la Expo vieron cómo se les ponían de punta los nervios con un suceso que podía acabar muy mal: un niño se había perdido al anochecer del día 12... y no aparecía. Aquello fue lo más parecido a un sinvivir. Los vigilantes dejaron de hostigar a las parejitas y se pusieron a rebuscar por donde los puentes, los toldillos y las fuentes, sin éxito. Hasta que saltó la noticia el día 13, publicada la mañana siguiente: Hallan en Montequinto al niño que se perdió el martes en la Expo. El chaval, Juan José Moreno Ramírez, de 14 años, se extravió de su excursión escolar procedente de Fuengirola y de resultas de lo cual estuvo caminando sin rumbo durante veinte horas, de tal manera que si no lo llegan a parar a la altura de la Comandancia acaba el pobre comprando mostachones en Utrera para desayunar. Fue Woody Allen, en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, quien contó la historia de cierto tipo que acabó en los Urales porque le daba vergüenza preguntar direcciones. Si no llega a aparecer el chiquillo, a ver quién volvía a hablar de la Era de los Descubrimientos. Pero con la Expo no había quien acabara.

  • 1