Edu, cabizbajo e incrédulo, comentaba la jornada de manera informal con unos periodistas en las entrañas de La Rosaleda. Su resumen, más propio de un bético de toda la vida que de un brasileño de Jau, se redujo a apenas tres palabras: "Es el Betis". Luego se montó en el autobús que dejó al equipo de vuelta en Sevilla cuando ya eran cerca de las dos de la mañana. Huelga decir que no fue un regreso feliz.
Las caras de los futbolistas, los directivos e incluso los muchos ex béticos ahora vinculados al Málaga valían más que cualquier reflexión. Por allí salían del vestuario Ricardo, pegado al móvil y sin querer saber nada de la prensa; Arzu, que declinaba hacer declaraciones tras el que quizás sea su último partido en el Betis (y era el número 200 en Primera, lo que son las cosas); consejeros como Luis Navarro o Diego García León, a cual más cariacontecido; el propio Josep Maria Noguès, disculpándose por el "lapsus" que había sufrido al asegurar que el Valladolid ya no se jugaba nada...
Y Emana. Como casi siempre últimamente, infeliz. "Estamos a un punto del descenso, ¿qué vamos a decir? Sólo hay que volver a trabajar, no hay nada más que decir", espetaba el camerunés. Y cuando se le preguntó cómo le había sentado su suplencia torció el gesto, se volvió hacia atrás en busca de su maleta y refunfuñó: "Muy mal".
El ambiente no estaba para la más mínima muestra de distensión. Emana ni siquiera advirtió el cariñoso pellizco que le dio el marroquí Baha. Noguès casi no se enteró de que Luque, catalán como él, le deseaba buena suerte. Y todos los gestos, todos los rostros, oscuros como el futuro del Betis. Como hace dos años después de que Osasuna lo golease por 0-5 en la penúltima jornada, una semana antes del histórico partido de Santander.
