Veinte duros son ya un euro. Es parte de la llamada convergencia con Europa (en concreto con la zona calabresa), que, con respecto a los sueldos, todavía no ha llegado ni se la espera. De resultas de esta equiparación, la profesión con más futuro parece ser la de guía sherpa que conduzca a las familias hacia las terribles cumbres del fin de mes. Porque si peligroso es el K-7, del Saldo-0 mejor no hablar: qué frío, qué viento, que asfixia, qué vistas. Pero hay otro oficio que también promete: el de hostelero. A dos euros como mínimo se ha puesto ya en Sevilla una merienda sencilla en la calle: café y cruasán pelado, lo cual no supone escasa ganancia teniendo en cuenta que la producción de un café, si es bueno, no cuesta más de veinte céntimos. Se sigue pagando por un café con una moneda gorda, con la diferencia de que la de ahora vale 66 pesetas más que la de hace seis años, con lo cual ya tenemos los tres seises de la profecía apolícalíptica. Ante semejante estado de cosas, ¿existe la posibilidad de que los ciudadanos se declaren en rebeldía y organicen el cafetón, que es la versión adulta del botellón, pero con termos? No, pero sólo por el momento.
A Julia Márquez siempre le ha gustado darse su paseíto por el centro, mirar tiendas y, de camino, tomarse la meriendita por ahí con las amigas. A sus 34 años y con un niño de cinco que hace por cinco de uno, lo considera la distracción perfecta tras toda una mañana sellando papeles en la empresa familiar y el posterior trajín de la casa. Pero poco dura la alegría en casa del mileurista: la otra tarde, por un chocolate, un café, dos refrescos y tres piezas de bollería tan fina como pueda serlo Carmen de Mairena, le llevaron diez euros. Mil seiscientas sesenta y cuatro pesetas. Esta experiencia religiosa ha cambiado sus hábitos para otorgarle otros casi monjiles, ascéticos por demás: "Ahora lo que hago es que me voy con mi hermana a la chocolatería y compartimos a medias un chocolate y un euro de churros."
Un euro de churros vendrá a ser como un euro de gasoil, que va el tío del surtidor y le pregunta a uno que si se lo echa en el depósito o se lo unta en un bollo. No estaría mal lo del bollo, pues se lo puede uno comer; al menos se resolverían el asunto de la merienda y la necesidad de mantener una dieta variada, con estos precios. Aparte del ahorro en polución.
"¿Usted sabe lo que pasa? ¡Que esto es como el tabaco! Sube y sube y sube, y la gente se podrá quejar del precio pero no lo deja." Las autoridades sanitarias deberían advertirlo: Merendando en la calle no llega usted a fin de mes. Ese consuelo para afligidos, esa comparación con la tragedia del fumador, procede de Milagros, la encargada de la cafetería y pastelería Filella. "Y al final lo que ocurre es que sigue viniendo la misma gente." En su afamado salón de la calle San Jacinto hará un año que no suben los precios, lo cual quiere decir que hace ya 365 días que cobran dos euros por el citado piscolabis.
Lo mismo que en La Campana, el gran referente confitero de Sevilla. "Nosotros no hemos notado que venga menos gente", comenta su dueño, José Antonio Hernández, quien resume en dos grandes grupos a su distinguida clientela: "Turistas cada vez más jóvenes y sevillanos mayores." Aquí no hay convergencia ninguna, aunque tras el mostrador se observa un canasto de marrons glacés que quita el hipo. A 50 euros el kilo, el hipo empieza a sentirse como un elemento irrenunciable de la propia personalidad, como le pasa a Barbra Streisand con su nariz.
La antorcha de esta rebeldía la prendieron los jóvenes yéndose a beber a las calles con sus litronas y sus cánticos arapahoes, con el argumento de que los precios de las copas en los locales concebidos para ellos habían asumido el rol de un padre: prohibitivos se habían puesto. No descarten, pues, que los mayores de Sevilla se planten un día en masa sobre los descampados, con su termo de Paladín a la taza, El diario de Patricia a todo meter y los jóvenes, mientras, manifestándose por su derecho al descanso. Sería, en fin, que los mayores hicieran lo mismo que sus hijos y sus nietos, y por las mismas razones. Un democrático ejemplo de convergencia.