En el flamenco, el baile siempre ha ido de la mano del cante. De ahí que Manuel Liñán conciba este espectáculo como una suerte de viaje emocional en el que estas disciplinas dialogan con fluidez y complicidad. Junto a tres magníficos cantaores (Miguel Ortega, David Carpio y Miguel Lavi), Liñán lleva cabo un curioso recorrido por lugares señeros de la historia del cante. Como Triana, representada en la caña y la soleá. Con la primera nos presenta al cuerpo de baile del que él, con toda humildad, forma parte. La coreografía es tan vertiginosa como virtuosa, aunque un tanto larga y reiterativa. No obstante recrea un sinfín de cuadros sugerentes, gracias al uso de algunos recursos del ballet, como las diagonales o las alternancias entre los tríos, parejas y cuartetos. Con ello perfila una composición dinámica que se ve enriquecida con la escenografía, compuesta por unas cuantas sillas de enea que los mismos artistas van moviendo de sitio, acotando el escenario con formas geométricas. Así, los cantaores arrastran sus sillas al borde de la escena, y delimitando una sobria línea recta nos cantan a palo seco unas estremecedoras soleares de Triana. Tanto Ortega como Carpio se pelearon con ellas hasta pellizcarnos, pero Lavi las bordó, con ese quejío suyo tan de su tierra. Para dejar claro el protagonismo, ellos estaban delante y el cuerpo de baile detrás, aunque quizás este hermoso gesto se vio un poco ensombrecido por esa manía, tan propia del baile de ahora, de taconear en medio de la letra. Algo que Manuel corrigió en las seguiriyas, que bailó en el protector círculo que formaban los cantaores a su alrededor. Bailaba prácticamente pegado al cantaor, pero su diálogo con el cante desprendía tanta virilidad que la testosterona, al igual que la tensión, se podía palpar. Para aliviarla se fue a Cádiz con unos originales tanguillos que las bailaoras, a manera de rapsodas, recitaron con mucho ángel. A ráfagas los cantaores cantaban algunas estrofas del Tanguillo del Anticuario y del de Los duros antiguos. Lo justo para que Manuel los bailara con la gracia que este palo requiere. Lástima que esta pieza fuera tan larga. Todo lo contrario que las rondeñas, que el bailaor impregnó de lirismo preparándonos para el desborde de pasión que derrochó en los fandangos y en las alegrías de Córdoba, un palo que bailaoras, con mantón y bata de cola, colmaron de poderío y determinación, quizás demasiado. En general, todas las piezas del cuerpo de baile resultaron un tanto frías y reiterativas, pero la coreografía y la puesta en escena nos colmó de imágenes seductoras y el cante de Miguel Ortega, David Carpio y Miguel Lavi nos transportó hacia ese terreno de abstracción desconocido, aunque compartido por todos, donde prima la emoción. Sobre todo al final, cuando Manuel se apoderó del escenario con falda de cola y mantón de Manila, y junto a la poderosa voz de Miguel Ortega enardeció al respetable con sus caracoles.