La juez de Instrucción 17 de Sevilla envió el viernes a la cárcel al empresario sevillano José Salas Burzón. Le imputa cuatro delitos: estafa piramidal, falsedad contable, insolvencia punible y administración desleal, todo ello tras desvelarse que pudo desviar activos por valor de varios millones a su esposa, a dos hijos suyos menores de edad y a empresas de su propiedad tras saber, en noviembre de 2007, que Contsa estaba atravesando serios problemas de liquidez. Según la jueza, Salas agravó la situación de la empresa al vender activos por valor de seis millones justo antes de la suspensión de pagos y "repartió a su antojo" el dinero entre sus acreedores y sus propias empresas. Como a cualquier otro ciudadano de este Estado de Derecho, hay que aplicarle la presunción de inocencia a Salas Burzón y esperar a que sea juzgado para comprobar si es verdad que ha cometido estos delitos de los que se le acusa. Ahora bien, conviene hacer algunas precisiones sobre la detención de este empresario. La primera es que si Salas Burzón ha estafado a los clientes que confiaron en él, deberá pagar por ello como cualquier otro, pues ha pulverizado los ahorros de cientos de familias sevillanas que acudieron al calor del dinero abundante que ofrecía este empresario con sus productos financieros. Pero, al respecto, también debería reflexionarse sobre cómo se podía sustentar un negocio que ofrecía beneficios muy por encima de los normales en el sector inmobiliario. Seguramente Salas Burzón sea un fruto más de un tiempo y unas circunstancias en las que se suponía que todo valía para ganar dinero. Y en ese todo se incluía la irrupción de sociedades inmobiliarias que luego se demostró que no tenían control financiero ni supervisión administrativa y cuyo final está a la vista de todos. La administración debe reforzar los controles para evitar que proliferen estos chiringuitos. Y la gente, desconfiar de aquellos que prometen dar duros a cuatro pesetas.