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El Estado mediático

Una vez más todo se ha desbordado. A cada espeluznante episodio como el de Marta del Castillo le sigue una retahíla de declaraciones, posicionamientos y exigencias que se convierten en un segundo estadio del caso, añadiendo, a su vez, otros motivos para el desasosiego.

el 15 sep 2009 / 23:00 h.

Una vez más todo se ha desbordado. A cada espeluznante episodio como el de Marta del Castillo le sigue una retahíla de declaraciones, posicionamientos y exigencias que se convierten en un segundo estadio del caso, añadiendo, a su vez, otros motivos para el desasosiego. Cuanto más se parece lo que le acaba de suceder a Marta y a su familia a lo que podría pasarnos a cualquiera de nosotros, mayor es la zozobra, la angustia, la percepción de vulnerabilidad. Es imposible subrayar con trazos más gordos que se trata de un dolor compartido, que nos sentimos torpes por no saber cómo expresar nuestra solidaridad con la familia. Pero a la vez sabemos que hay una importante dosis de espanto intransferible. Sólo los padres sabrán cuánto llevan sufrido desde que su hija no amaneció en casa aquella aciaga mañana y cómo están prolongando la agonía mientras la policía rastrea el río.

Pero nada de lo antedicho nos debe nublar la razón. Es comprensible y humano que los padres de Marta pidan modificaciones legales, la cadena perpetua e incluso seguro que otras sentencias que quizás hayan pensado y no han verbalizado. Sin embargo, la brutalidad criminal del autor confeso del asesinato de Marta no nos lleva directamente al cuestionamiento del Estado, del Código Penal, del sistema judicial ni siembra dudas sobre la actuación policial. En esos momentos terribles es cuando necesitamos mayor confianza en el sistema, pero es precisamente cuando más cuestionamos la estructura garantista de nuestro Estado de Derecho. Un Estado que apuesta por la reinserción de los delincuentes, por más que en la cara del criminal hayamos visto reflejado el mal en estado puro. Este mismo debate lo hemos conocido hace sólo unos meses, cuando el caso de la niña Mari Luz. Los padres y una plataforma ciudadana piden la cadena perpetua para los pederastas. También comprendo a los padres. Perfectamente. Cuando el caso de Klara en San Fernando, el padre encabezó las manifestaciones pidiendo la reforma de la ley del menor. Insisto, es lógico. Pero los poderes públicos tienen la obligación de ser fieles a su función, encajada dentro del edificio constitucional. Ponerse del lado de las reclamaciones de las víctimas en ese sentido será una tentación partidista que veremos en breve -ojalá nos equivoquemos- pero será letal para la reciedumbre del sistema y la confianza en lo que conocemos como Justicia.

Pero lo más grave de todo es la ignorancia supina con la que se ha vuelto a machacar a la juventud. La juventud como un concepto unívoco, como un todo bajo sospecha. Con peregrinas asociaciones de ideas, fatalmente exacerbadas desde el inmovilismo y expresadas con una ignorancia osada, se ha dicho y escrito que estamos ante una juventud española poco menos que peligrosa, tristemente descarriada y casi irrecuperable. Sin saber de qué hablaban, los profetas del desastre han criminalizado las redes sociales de Internet, e incluso alguno las ha culpado prácticamente de todo lo que ocurre. No he podido dejar de pensar que desde el radicalismo oscurantista de toda laya siempre se han quemado los libros que se consideraban peligrosos para la moral, la ética y la formación de la persona. Tampoco cuesta tanto pegarle fuego a un pecé, ¿verdad? De pronto, la chavalería ha sido sometida a juicio sumarísimo. Es cierto que el peligro anida en ramas insospechadas y que algunos hábitos de los más jóvenes pueden suponer un riesgo añadido. Pero no es menos cierto que se demoniza sobre todo lo que no se conoce y que quienes se han expresado con tanta sinrazón parecían ignorar que el mundo ha seguido girando durante todos estos años.

Lo peor de los estados mediáticos es la urgencia con la que se devora cada novedad. Todo se hace viejo rápidamente. En aras de una vida on line la sociedad se agarra a cualquier argumento que le brinde un minuto de expectación: una vez apurado, sin digestión ni anestesia, se precipita rauda a por el siguiente clímax. En ese ritual del vivir el minuto se siembran dudas sobre la eficacia de la policía -de la que nadie esperará que vaya radiando sus pesquisas-, sobre la forma de relacionarse los chavales, se saca a menores de edad contándole a la cámara sus secretos de alcoba si hubiese lugar y se conjuga el verbo que mejor sabe conjugar la sociedad ahíta de nuestros días: el verbo exigir. Se exigen resultados inmediatos, se exige la máxima condena para gente que aún no ha sido ni juzgada, se exigen cambios legales, se exige que se limite y controle Internet... se exige, se exige y se exige.

Los tiempos que vivimos, más o menos peligrosamente, no dan tregua. Esta semana, observando el paisaje tras la batalla y viendo los daños colaterales mediáticos, especialmente televisivos y en Internet, me preguntaba por el futuro de los periódicos, a los que muchos quieren dar por enterrados. Y resulta que el rigor, la mesura y la reflexión han caído en su mayoría del lado de parte de la prensa escrita, convertida una vez más en referencia. Eso es lo que nos hace imprescindibles. ¿Quién hará el trabajo del periódico la próxima vez? ¿Los del circo de tres pistas y dos platós que van con su barraca de feria de suceso en suceso? Disculpen la inmodestia, pero que le pregunten qué opinan a los lectores de El Correo de Andalucía.

ahernandez@correoandalucia.es

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