Cultura

El exotismo familiar

El pabellón de Colombia es uno de los más hermosos y originales de cuantos se erigieron en la Exposición Iberoamericana de 1929.

el 07 jun 2014 / 23:15 h.

Los dos torres a ambos lados de la fachada, inconfundibles centinelas del pabellón de Colombia. / Antonio Acedo Los dos torres a ambos lados de la fachada, inconfundibles centinelas del pabellón de Colombia. / Antonio Acedo Los españoles que han tenido la suerte de visitar Colombia coinciden en esta impresión: de un lado, todos son sensibles a su fuerte exotismo, y por otra parte no pueden evitar sentirse, después de muchas horas de avión, como si no hubieran cruzado un océano: como si estuvieran de nuevo en casa. Una sensación parecida nos asalta ante el pabellón de este país para la Exposición Iberoamericana del 29, el mismo que todavía se alza en el Paseo de las Delicias. No sabemos decir de primeras si es más español que el toro de Osborne, o más colombiano que la arepa’e huevo. La historia de su construcción ayuda a explicar en parte esta ambigüedad. Según explica la información que se reparte estos días entre los visitantes, solo los pabellones de Colombia, Guatemala y Venezuela confiaron su diseño y control a técnicos españoles. En el caso que nos ocupa, la responsabilidad recayó sobre el sevillano José Granados de la Vega, quien cedió a la tentación de tomar elementos muy distintos para su proyecto. Así, flanqueó la puerta principal con dos torres de 18 metros de alto, ligeramente inspiradas en la catedral de San Luis de Potosí, mientras que la planta, muy quebrada, se inspira en templos del siglo XVIII según algunos, y según otros en el pabellón Mudéjar de Aníbal González. También se hace patente la influencia del barroco colombiano, bastante más austero que el hispalense, así como de la arquitectura colonial, en especial en ese hermoso patio rodeado de galerías a dos alturas, en cuyo centro encontramos una fuente circular agitada por peces rojos, y decorada estos días con flores a juego. Si desde ese punto levantamos la vista, vemos lo poco que queda de la cristalera diseñada por Any Krauss, que en su día representó una greca completa de colores con motivos prehispánicos. Krauss fue, por cierto, la esposa del colombiano Rómulo Rozo, quien recibió el encargo de diseñar y elaborar los elementos escultóricos y de relieve que proliferan por el edificio. Todos estos detalles, que para el observador profano no son más que adornos con una fuerte impronta indigenista, poseen su significado y su historia, al alcance de quien quiera indagar en ella. Ahí están representados, por ejemplo, los grandes mitos del pueblo chibcha, «una de las civilizaciones que pobló la meseta de Cundinamarca y la sabana de Bogotá», reza la información, «y cuyo programa iconográfico abarca temas mitológicos, heráldica y alusiones a la flora y fauna de la zona». De hecho, Rozo pertenecía a una generación de artistas que dio en llamarse Los Bauché, quienes a comienzos del siglo XX se sacudieron las influencias extranjerizantes decimonónicas para dejarse empapar por los iconos propios de su tierra. De hecho, una representación de la Bauché, diosa de la fertilidad, fue esculpida por Roso para presidir la fuente antes mencionada. El pabellón exhibe una rica simbología indígena. / Paco Cazalla El pabellón exhibe una rica simbología indígena. / Paco Cazalla En la planta alta del edificio, el visitante encontrará también escudos de armas de guerreros quimbaya y rana Ata, adornados con los símbolos de la música y la poesía indígena. Actualmente, la galería superior alberga la exposición titulada Re-encuentros, una muestra de 20 obras de artistas colombianos residentes en Andalucía que, de algún modo, continúa el inveterado diálogo entre lo añejo y lo moderno, entre lo americano y lo bajoandaluz, como ya ocurría en el año 29. Presidiendo la escalera, distinguimos un mapa en relieve, al parecer en bronce, que representa la república de Colombia. Eso sí, parece haberse anexionado una buena parte de Venezuela, incluyendo el lago de Maracaibo y la cordillera venezolana de los Andes, así como un buen bocado de Panamá... Pueblos hermanos, al fin y al cabo, hijos de la misma tierra fértil y bañados por sales similares. Los salones del pabellón, sin embargo, no siempre pueden ser visitados. En todo caso, tenemos constancia de que los llamados Salones de la Plata Antigua y Moderna causaron sensación en su día por su impresionante despliegue de objetos de plata martillada antigua de arte religioso de los siglos XVII y XVIII. En el Salón de las Esmeraldas se hacía historia de la piedra, desde su formación geológica hasta su tallado final, mostrando al público una colección de estas gemas valorada en cuarenta millones de pesetas de la época, «la exposición más rica de este tipo que se había presentado en Europa hasta esa fecha». Asimismo, en el Salón del Dorado, que según el diseño de Rozo representaba el interior de un templo indígena presidido por el dios de los Quimbayas, figuraba entre otros el Tesoro de este pueblo regalado por Colombia a la reina regente María Cristina en 1892, hoy exhibido en el Museo Arqueológico Nacional. Tras la Exposición del 29, el pabellón fue cedido parcialmente para la instalación de la Escuela Náutica San Telmo, y el resto quedó como edificio consular. En 1985, sin embargo, fue definitivamente dedicado a dicha misión consular, y así continúa hasta el presente, y parece que así seguiremos viéndolo, pues tiene prorrogada su concesión hasta el año 2062. No hay que olvidar, por último, que la nación que erigió este edificio era relativamente joven: en concreto, habían pasado tan solo 110 años desde la victoria de Bolívar en la batalla de Boyacá, que puso fin a la dominación española. Tal vez por eso, también, el edificio del pabellón de Colombia tenga ese sí pero no español y ultramarino a la vez. Esa identidad mestiza que, lejos de suscitar por suerte el menor conflicto patriotero, provoca en quien lo visita, venga de donde venga, un estimulante arrebato de placer estético.

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