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El exquisito lenguaje del silencio

el 15 sep 2009 / 02:05 h.

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La imagen de Jesús de Pasión tiñó de luto los alrededores de la Plaza del Salvador. El imponente Nazareno de Martínez Montañés cautivó la mirada de los miles de fieles apostados ante la puerta principal de la antigua colegial.

Sonó el silencio para la imponente talla de Jesús de Pasión. El Nazareno que tallara Martínez Montañés en 1615 impregnó de austeridad su caminar hacia la Catedral. La hermandad sacramental inició su transitar de forma elegante, cuidando el más mínimo detalle en su reencuentro con la ciudadanía tras cinco años de ausencia en El Salvador.

La cruz de guía del cortejo superó el atrio de la antigua colegial a las 20.30 horas. El retraso, originado por la inestable climatología, no inquietó a la multitud congregada en la céntrica plaza. Los primeros nazarenos de negro anticipaban, con el rigor característico de su corporación, el luto que posteriormente encarnaron sus titulares.

Jesús de Pasión apareció imponente sobre su paraíso bañado en plata. Escoltado por cuatro candelabros con claro sabor castizo -limpiados con esmero por la carismática Loli Baliña-, el Nazareno del Salvador caminó con sobriedad en el interior del templo. La primera levantá a pulso, ordenada por Alberto Aza Arias, jefe de la Casa Real, se sintió eterna en las paredes de su hogar.

El Señor, elevado bajo un elegante monte de claveles rojos, anduvo con sensación de liviandad durante los primeros metros. Su suave cadencia contagió de amor la Sevilla en la que nació en el siglo XVII. En la calle Córdoba se sentía el trasiego de devotos. Con dulzura traspasó el dintel de la puerta principal y se presentó ante los ojos, vidriosos, de quienes le admiraban.

La corporación de Carlos Piñar cumplió los horarios de forma escrupulosa. Pese al retraso generalizado, los penitentes de riguroso negro arañaron los tiempos a una jornada de incertidumbre meteorológica. Él, con una túnica lisa elegantísima, no supo de miedos. Conquistó a las nubes y regó de amor los charcos formados en las aceras de las costumbristas estaciones por las que caminó.

Posteriormente apareció la Virgen de la Merced, escoltada por San Juan, dulce y abatido. La dolorosa mercedaria, con un exorno de rosas achampanadas muy sugerente y cuidado, se fue perdiendo en la inmensidad del templo. La luz, tenue, acarició su rostro desde una de las naves laterales.

Los numerosos hermanos que portaban cruces aguardaban con sigilo la maniobra inicial de la cuadrilla dirigida por Antonio Laguillo. Con una suave mecida, y mientras los flecos de su palio tintineaban melódicos en los varales, se postró en la rampa de la fachada principal de su hogar. Los balcones engalanados parecían guiarle hacia la Catedral. Los últimos nazarenos anticipaban el llanto sublime de Ella, que sugirió momentos de recuerdo.

Emoción. Se presagiaba su llegada en Campana. La multitud se apresuraba a abandonar la céntrica plaza del Salvador antes de que se presentase sublime ante el palquillo. Se pidió la venia mientras jugueteaba con las últimas nubes de un cielo limpio y raso. Se esfumaron los peores presagios para que cada esquina sintiera su presencia y cada piedra su aliento. La conocían los vencejos que volaban inquietos en su collación.

La revirá hacia la calle Cuna fue mística. Sin música. Con la austeridad que requieren los cortejos de negro y que sólo los elegidos saben representar. San Juan parecía secar sus lágrimas con un pañuelo de encaje. Y Ella, perfumada entre rosas blancas, callejeó hasta reencontrarse con la multitud. Aquella que le acompañó durante su exilio y que ayer, en una noche mágica engendrada bajo la inestabilidad climatológica, guió el regreso hacia su hogar. Con la única melodía del silencio y la austeridad.

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