Cultura

El gran imitador consumó su osadía

Miguel Poveda derrochó arte en muchos momentos pero contó mal la historia del flamenco.

el 16 sep 2010 / 05:38 h.

No deja de sorprender la capacidad que tiene el cantaor (cantante) Miguel Poveda de reconciliar a los puristas con cierta parte de la historia del flamenco. Los hijos de los que crucificaron a Marchena por ser distinto en todo a Manuel Torre, porque la Niña de los Peines cantara rancheras mexicanas por bulerías, porque Vallejo grabara tangos argentinos a compás en la pizarra, porque Angelillo acercara el cante más ortodoxo a lo sinfónico, o porque Manolo Caracol cantara lo jondo a piano, están encantados ahora con que el artista catalán resucite esa práctica flamenca tan denostada por los fundamentalistas de lo jondo.

Poveda desenterró anoche la ópera flamenca y los puristas se vistieron con sus mejores galas para celebrarlo. Los había de pueblos en los que metían en las ergástulas a los niños cantaores de la posguerra, porque ya había desaparecido la Inquisición. Las cercanías de la Plaza de Toros de la Real Maestranza era ya por la tarde un hervidero de seguidores del carismático cantaor payo, que, para el colmo de los colmos, es catalán-catalán. Eso de que el cante es para minorías es ya algo de lo que hay que olvidarse, aunque lo de llevar a miles de personas a las plazas de toros a escuchar cante flamenco es más viejo que andar para adelante, por si Domingo González no lo sabía.

¿Qué tiene Poveda? ¿Qué tiene el cantaor que desata las pasiones y enamora lo mismo a mujeres que a hombres, a gitanos y a payos, a jóvenes a y viejos? Dejando a un lado el trabajo que han realizado con él para convertirlo en una estrella, que eso no es complicado en nuestros días, algo tendrá este señor por encima del marketing. Cantaor es, desde luego, aunque no es para tanto. Cualquier buen aficionado de uno de esos pueblos cantaores de Andalucía lo cogería en una reunión de cabales y lo fundiría vivo. Es un gran imitador y, sin embargo, lo venden como un revolucionario, como el creador del cante del siglo XXI. Y él se lo cree, claro, aunque aparente siempre una modestia enternecedora, desde luego muy estudiada.

Por eso se encerró anoche en la Plaza de Toros de Sevilla con más de seis mil miuras, y eso es algo que hay que alabar porque no es fácil. El que quiera, que lo intente. Lo digo por los envidiosos. Lo hizo, además, para meternos en el túnel del tiempo del flamenco y enseñarnos un siglo de cante, con todas sus escuelas, sus sonidos, sus etapas y estilos.

Sólo los osados son capaces de emprender una empresa como la de anoche, y Poveda lo es. Es el más osado de todos, aunque sin distanciarse mucho de Mercé o Arcángel. Su capacidad remedadora le ayudó a sacar adelante un espectáculo de más de dos horas y media de duración. ¿Cómo, si no, se iba a meter en tamaño berenjenal un cantaor sin bagaje artístico, sin obra discográfica de interés y sin ninguna profundidad para interpretar los cantes grandes? Imitando a todo Dios. No es restarle méritos, pero las cosas hay que decirlas con claridad. Arriesgándonos, claro está, porque el povedismo se las gasta que ni les cuento.

El resultado final. Naturalmente, analizar en quince minutos tres horas de espectáculo no sólo es imposible: es una falta de respeto para el artista y sus dos años de trabajo para la realización de una obra que, obviamente, contó con cosas de interés, pero también con mucha chabacanería en las coreografías y la horrible puesta en escena. Lo que Poveda ha hecho tiene mérito, eso es innegable, y en muchos momentos demostró su arte y poderío, pero ha sido una osadía por su parte querer contar y cantar la historia del flamenco en un espectáculo, con detalles de calidad y otros que son imperdonables, como cuando ridiculizó en desafortunadas caricaturas a Mairena, Marchena, Caracol y Porrinas de Badajoz. No hay tiempo para más. La rotativa espera. Mañana les contaré con pelos y señales lo que ha dado de sí un espectáculom que ha tenido mucho de gesta y de descaro.

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