Cuenta Antxón Urrusolo en su libro La cocina del monasterio, que presentará en Sevilla la semana próxima, que los frailes antiguos hacían el pino con tal de no renunciar a la buena pitanza.
Entreveradas con las recetas más secretas y a la vez deseadas de la cocina española de todos los tiempos (la de los conventos), este periodista de Éibar refiere las anécdotas más suculentas de la gastronomía monacal, como aquéllas que aluden a las triquiñuelas de los religiosos para saltarse a la torera las vigilias y las cuaresmas: pintar la carne para que pareciera pescado o, más lejos todavía en el descaro: la justificación teológico-biologista que, amparada en ciertas presuntas teorías de Santo Tomás de Aquino, sostenía que los pollos tienen un origen acuático y, por ende, son susceptibles de ser engullidos los días de prohibición de carne sin mayor recato y sin sensación de ofensa al Altísimo.
Hilarantes anécdotas de ingeniosos monjes, que rodeaban sus conventos de viñas con la excusa de que protegían del fuego, y todavía mejores recetas muy sencillas de comprender hasta por el más patán en materia de cocina: 202 soberbios ejemplares repartidos en nueve categorías: sopas de monasterio y convento (donde hay mucho más que la célebre sopa boba), ensaladas y frituras, la cocina del huerto medieval, potajes monacales, arroces y patatas, huevos del corral del convento, los pescados monacales, guisos de carnes y aves y, para terminar, dulces de convento y monasterio como esos que las monjitas de la foto de arriba, y tantas otras de Sevilla, bordan cada vez que llega la ocasión.
El libro no se come, pero debería. Así de nutritivas son sus páginas, y de deliciosas.