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El hombre que venció al miedo

El escultor sevillano que dio vida al hombre de la Sábana Santa firma el monumento a Juan Pablo II recién estrenado en Sevilla

el 18 ago 2012 / 19:16 h.

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Las perfilaturas son las necrológicas que se les escriben a los vivos, dando por supuesto que algún día depondrán dicha actitud. Como género periodístico, pues, el perfil es pura metafísica; la primicia por excelencia. En el caso de Juan Manuel Miñarro, además de por tratarse de un sevillano relevante, el dedicarle una de estas piezas es un acto de justicia o, mejor dicho, de karma, de recoger lo que se siembra: Qué puede hacerse con alguien cuya piadosa obsesión por la verdad lo lleva a intentar dar vida a Cristo a través del arte, sino hablar de él con el encomio reservado a quienes han abandonado ya este mundo. Es lo menos. He ahí los méritos que ha reunido para ello este inmenso prodigio de la escultura (con perdón si parece que se habla de un muerto, pero es la verdad): no tanto el ser noticia ahora con lo del monumento a Juan Pablo II recién implantado en la Plaza de la Virgen de los Reyes como por llevar media vida, probablemente con todas sus noches, intentando retratar al auténtico Jesús de Nazaret y su tormento mediante el estudio exhaustivo de la Sábana Santa y de la anatomía humana.

Mucho se ha escrito acerca de esta determinación de Miñarro, manifiesta sobre todo en la inmensa mayoría de sus últimas obras, así como en un libro y una exposición itinerante (El hombre de la Síndone, quizá la muestra más emocionante que haya podido ver un cristiano por estas latitudes). Del propio escultor se ha hablado menos, más allá de los tópicos clásicos sobre su persona, a saber: que la inquilina del terrario que tiene en su estudio de la calle Viriato, a la sazón una pitón amarilla bastante espeluznante para lo que viene siendo el gusto común, le tiró un mordisco en la mano y se le ha extraviado una o dos veces sin mayores consecuencias dignas de mención; que allí mismo, en su taller, tiene un esqueleto crucificado para estudiar cómo se comporta la osamenta humana sometida a tamaña contrariedad; que si es catedrático de la Facultad de Bellas Artes y ha tallado espléndidas imágenes procesionales (el Nazareno de El Cerro, el Pilatos de Dos Hermanas, el Cristo de la Universidad de Córdoba, el Soberano Poder de Alcalá de Guadaíra, el Cautivo de Los Palacios...). Menos frecuentemente se ha dicho que la adustez de su rostro, su actitud discreta y su expresión circunspecta esconden un alma brillante y generosa. Los silencios de Miñarro son importantísimos, su mirada. Es imposible transcribir una entrevista con él sin echarle prosa, sin explicar todo esto, porque el resultado, aun en su literalidad, sería mentira a falta de lo que no dice, de lo que matiza con su gesto. Es también él, en cierto modo, un hombre sindónico; una personalidad emocionante y apasionada que hay que estudiar muy bien, con tiempo y con detalle, para descubrir cabalmente a su propietario, al señor que se oculta tras el parapeto de prudencia de sus palabras.

Abundando en las características menos divulgadas del escultor, hay que decir también que Miñarro se acuerda a veces de una escopeta de baquelita con la que jugaba de pequeño, y esto sí que no se ha contado apenas nunca. Lo cual es importantísimo, porque esa escopetita fue un regalo de Omar Shariff, que estaba entonces en Sevilla rodando Lawrence de Arabia, película de cuyo atrezzo se supone que la mangaría. Juan Manuel Miñarro vivía por aquellos años en el lugar donde nació: la mismísima Plaza de España (a su abuelo, que había trabajado de albañil en las obras del 29, lo enchufó allí Aníbal González de portero de la Puerta de Aragón), y la verdad es que importa poco que el juguetito de marras se lo partiera su hermanito, porque él, mientras tanto, asistía a los rodajes de los largometrajes con los galones de quien ha tenido alojados en su casa a Vittorio de Sica y a Carmen Sevilla. También tuvo un torito de juguete, pero un barrendero loco del Parque de María Luisa que se creía torero (y cuya afición favorita era hacerles pases de pecho y naturales a los turistas que por él se paseaban) se lo destrozó un día, entrándole a matar con el palo del escobón. A cambio de esa maldición de no poder gozar de un juguete más de diez minutos, Miñarro recibió una encomienda por la que más de un cofrade sevillano mataría (es un decir, claro): iluminar con el foco los pasos de la Hermandad de la Paz, en su procesionar nocturno ante la Plaza de España.
Juan Manuel Miñarro subía entonces a las torres Norte y Sur. Hoy, no se puede. Hay muchas cosas que hoy no se pueden hacer pero eso ya le da igual al escultor, quien, puestos a infringir los criterios imperantes, viene de resucitar también a Juan Pablo II y de inmortalizarlo con la expresión de uno de sus lemas preferidos: No tengáis miedo. Como consejo, malo no es en absoluto, en este mundo de muertos en vida. Miñarro cuenta que su abuelo le cogía a su madre peces de colores de la ría. Hoy no hay peces. Y si los hubiera, cogerlos estaría prohibidísimo. ¿Una estatua de Juan Pablo II? Quite, quite. ¿Creer en la autenticidad de la Sábana Santa e investigarla? Ande ya, hombre. Hoy solo valen los recuerdos homologados por Europa, no vaya a ser que un niño se trague una pieza suelta de un sueño libre o la ruedecita de plástico de una creencia pasada de moda y se le vaya por otro lado. Ahora, los niños no manejan focos gigantes porque les podrían dar calambre, ni desde luego juegan con escopetitas ni con toritos. Esas son las manías de quienes emprenden su propia búsqueda de la verdad; las tonterías de los artistas. Descansen en paz.

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