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El infierno de la calle

La ciudad efímera tiene sus arrabales y el mayor de ellos está tomado por ‘los cacharritos’.

el 07 may 2011 / 22:38 h.

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Dentro o fuera de las casetas, las horas de Feria se pasan a ritmo de sevillanas.

Esa Sevilla llamada Feria también tiene sus arrabales: el mayor de ellos lo marca la acera derecha de la calle del torero Costillares, no se sabe si dedicada a él por casualidad o a caso hecho, porque Joaquín Rodríguez Costillares, maestro de Pepe Hillo, fue el primer matador del arrabal de San Bernardo.

Detrás de esas casetas aisladas del resto del recinto ferial, se abre la Calle del Infierno, a la que no tiene sentido llamar así porque, en realidad, es una plaza desmedida. Sigue llamándose así porque heredó el nombre de la que abría en el extremo del Prado de San Sebastián hacia una zona entonces desdibujada cuyo territorio se repartían entre la Central Térmica de Sevillana de Electricidad, talleres de Renfe, la Pirotecnia, la presencia invisible del viejo cementerio, la fábrica de Gas...

Zona, además, con mala fama de prostitución cuartelera y de reyertas tras las juergas en la Venta de Eritaña y sus alrededores. En medio de todo aquello se montaba la Calle del Infierno que no gustaba a los probos ciudadanos como Guichot y Benito Mas y Prat. Para ver eso sólo hay que leer el capítulo que le dedica este último en La Tierra de María Santísima. Después de describir minuciosamente el lujo de casetas donde se recibían al Príncipe de Gales o los reyes de Rumanía entre sillones de mimbres filipinos, lámparas de cristal de Bohemia y mesas con manteles de Holanda, el escritor ecijano se adentraba en los procelosos vericuetos de aquella calle, llena de tahures y barracas exóticas para escribir la escena espeluznante de una boa que acababa con la vida de unos pobres niños.En los últimos años de la Feria del Prado de San Sebastián la calle ya no tenía esos colores tétricos ni tampoco adversarios que la denigraran: ya se había convertido, simplemente, en la calle de los cacharritos, algunos de los cuales permanecen todavía, casi como piezas de museo, en la explanada de Los Remedios.

Allí están, para volvernos por un instante a la infancia, los incansables maños que pisan con pasos eternos las uvas de Cariñena mientras el vino mana incesantemente bajo sus pies. Se alinean junto a las no menos atemporales casetas de tiro, con las botellitas de impensables licores que nunca beberá nadie como blanco y las tómbolas con premios de peluches tan gigantescos que nunca se sabe bien si es mejor que te toquen o que no.Los restaurantes de quita y pon para quienes no tienen otro sitio donde comer o no quieren tenerlo, las casas del Terror, los trenes de las brujas y el circo indispensable conviven ahora con sofisticados aparatos con tecnología punta de parques temáticos que erizan el cabello y, al mismo tiempo, incitan a probar las sensaciones jamás sentidas.

De la estridencia de ritmos, pitos y sirenas de la Calle del Infierno, el mayor arrabal de la Feria de Abril, los niños salen cargados de los juguetes de siempre y los mayores con sensación de alivio pero sin el dinero del que los han aliviado las atracciones. Y es en ese momento cuando la mezcla de sonidos de las sevillanas más distintas parece música celestial y la turbamulta del paseo de caballos y coches el ordenado desfile de toda una boda real.

Pero el orden perfecto de la ciudad ideal se produce a la caída de la tarde, cuando el sol, poniéndose de la misma manera que lo hacía en tiempos de Bécquer por detrás de los montes de Santa Brígida, entra oblicuamente en las calles largas, trazadas de Este a Oeste. Es a esa hora, ya sin caballos y refrescado el ambiente por el agua de los vehículos que limpian el recinto, cuando suele producirse en la caseta la tertulia reposada, la conversación a media voz y, tal vez, el cante de sevillanas lentas que entonan el ánimo y convierten todo aquello en vida de diario, en cotidianidad, trasladada a un espacio efímero.

La percepción de ese mundo es escurridiza, únicamente se mantiene viva durante un tiempo corto, mientras la luz solar se va apagando grado a grado y va alargando la sombra de los árboles. De pronto, se encienden todas las luces de la portada y de la calle, alguien pone música y, como si se tratara del guión de una obra de teatro, comienza a llenar de nuevo la gente las aceras, entran en la caseta recién llegados de su casa y una gitana con claveles. La noche se ha venido encima sin sentirse.

Hay un despertar general en todas partes, vuelve la fiesta a montar las piezas de su puzzle con los saludos y las invitaciones, las barras de la trastienda sostienen otra vez los codos de costumbre... Así seguirá todo hasta que el cuerpo aguante. Es entonces cuando, antes de la retirada definitiva, se pasa por el otro arrabal, el de las buñoleras.Las gitanas buñoleras estuvieron en todos los cuadros, todas las descripciones y todas las fotos de curiosos impertinentes del Prado durante más de un siglo pero en el traslado a Los Remedios se olvidaron de ellas; las sustituyeron por chocolaterías industriales desalmadas, esto es, sin alma, con mostradores de aluminio y vasos de plástico.

La feria ha tenido dos diseñadores, Bacarissas y José Luis Ortiz Nuevo y éste se acordó de aquellos cuadros pictóricos y literarios encastrándolas en otra, más que plaza, plazuela en el límite del Real. Una plazuela lorquiana en la que reinan las cadenetas de papeles de colores, las metáforas del Romancero Gitano, las bulerías y los buñuelos o biñuelos espolvoreados con el azúcar de los casamientos y llenos del aire de tiempos viejos.

Con la plaza de las buñoleras se creó otro enclave de sociabilidad en la Feria que "los madrileños" (en el abril sevillano madrileño es cualquiera que haya venido de Despeñaperros para arriba) hicieron suyo rápidamente; podría decirse que es la caseta de los que han venido y han de irse en el AVE. Ese espacio y el tiempo en el que se toma el espeso y cálido chocolate, después de la convulsa actividad ferial, es como el libro que abrimos y leemos en la cama: una manera muy apacible de terminar el día.

Quienes, después de pasar por el ámbito dulce de la bulería, han de volver a cruzar bajo los arcos de la portada y recorrer la calle Antonio Bienvenida, se encuentran con el último arrabal que le ha aparecido al recinto y que ya ha hecho surgir otro en Virgen de Luján con el que se topan los que se retiran por la calle Asunción: el arrabal de la botellona. Una reunión de rebeldes sin causa y rebelión contra las más elementales normas de limpieza. En eso de los arrabales cada época ha tenido los suyos y éstos son los de que nos ha tocado vivir.

La Calle del Infierno ahora se mide con el infierno de la calle.

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