Decía Don Julio Caro Baroja en su Ensayo sobre la literatura de cordel que, hasta el siglo XIX, los romances de ciegos constituyeron una industria nada despreciable: tal vez figuras como Lope de Vega fueran autores anónimos de muchas de estas composiciones de la misma manera que hoy grandes premios hacen de negros en las biografías de celebridades mediáticas, sencillamente porque había imprentas (hoy editoriales) que demandaban constantemente sucesos puestos en verso para que miles de ciegos (hoy kioskeros) los vendieran por todos los pueblos de España.
Fue la radio la que terminó con todo eso y dio alas al nuevo camino del cantar, la copla. La radio y la canción se conjuntaron para meter en cada casa un drama nuevo, no basado ya en personajes históricos o crímenes espeluznantes sino en sentimientos generales; las coplas eran parábolas: la de la casada insatisfecha, la del amor incomprendido, la del chaval que triunfa trágicamente y sus poemas -los de Rafael de León, Salvador Valverde u Ochaíta- teatro lorquiano que cada cual aplicaba al mal que sentía en píldoras de 3 minutos suministradas por intérpretes que también los padecían.
Cuando la tensión dramática que sostenía la copla ya había desaparecido, la televisión la transformó en concurso; creó en una numerosa audiencia la ilusión de que, si se ponía frente al aparato, revivirían Concha Piquer o Marifé de Triana y, de paso, su juventud perdida. Ahora van a llevarlos al Estadio de la Cartuja revendiendo esa utopía. Es la misma que llenó los renglones del Poema de Gilgamesh hace casi 3.000 años. Puede que sus versos fueran antecedentes de Tatuaje igual que el concierto del estadio es hija de aquella industria, montada por los impresores y vendida pliego a pliego -como si fueran entradas de tribuna o fondo- por los ciegos.
Antonio Zoido es escritor e historiador
