Cultura

El secreto de la Judería

En el corazón de Sevilla hay un barrio entero escondido y la gente no lo sabe. Calles y pasadizos, casas y fantasmas. No hay un hotel más bello.

el 02 mar 2014 / 23:30 h.

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Un pequeño túnel de cuantos conforman la red de pasadizos subterráneos que permiten el tránsito entre zonas del hotel separadas por otras viviendas y calles. Un pequeño túnel de cuantos conforman la red de pasadizos subterráneos que permiten el tránsito entre zonas del hotel separadas por otras viviendas y calles.

Un japonés toma café mientras guasapea algo, tranquilo y sonriente, en el sillón adamascado que preside una pequeña estancia tomada por butacas y mesitas; una salita, casi un camarote, rebosante de antigüedades, telas recamadas, severidades de caoba, lamparitas amarillas y, sobre todo, un ventanuco que se asoma a una callejuela sobre las mismísimas cabezas de los paseantes. La estancia es un pasadizo volado entre dos palacios. Y efectivamente, a esa hora previa al crepúsculo en que las figuras se difuminan antes de llegar a la esquina en la neblina gris de las últimas luces de la tarde, la sensación es de hallarse uno en un galeón, alojado en la cámara del capitán a la luz del farol de popa, y surcando los mares de un tiempo ya largamente pasado. Ese tiempo, ese mar, ese farol, esa ilusión, ese espejismo, esa historia, esas telas recamadas, ese camarote y ese japonés que guasapea con su cafelito son parte, mínima parte, de uno de los secretos más despampanantes de cuantos atesora Sevilla: el hotel Las Casas de la Judería. Un barrio dentro de un barrio. Un misterio dentro de una leyenda. Un paréntesis medieval y renacentista de silencio, belleza y calma en medio del fragor del siglo XXI. Una aventura a la que se apuntaba hace unos días esta expedición en busca de pasadizos subterráneos, de historias de fantasmas, de lugares inolvidables y de objetos y anécdotas sorprendentes, sin saber que encontraría mucho más de lo que habría podido imaginar.

Uno de los pasajes de las Casas de la Judería era un antiguo adarve de la muralla. Uno de los pasajes de las Casas de la Judería era un antiguo adarve de la muralla.

En compañía como siempre de su cicerone particular, la guía sevillana Inmaculada Díez, y con los amabilísimos anfitriones de la casa como pilotos de la travesía –Jesús Rojas, director, y Francisco Chacón, director comercial–, comienza el recorrido de algo que si hubiera que resumir en una palabra (dejando a un lado las de admiración y sorpresa, claro está), esta no podría ser otra que laberinto: 27 casas y 39 patios y patinillos, amén de sabe Dios cuántos recodos, pasillos, escaleras, repartidos en tres grandes manzanas que van desde Santa María la Blanca hasta la Florida o, lo que es igual, por todo el barrio de San Bartolomé, como explicaba Chacón. Algunas de las casas primorosamente rehabilitadas que forman parte de este complejo extravagante y único –no se conoce nada igual en el mundo– están separadas entre sí por otras construcciones y espacios públicos: viviendas particulares, iglesias, calles... La única forma que había de comunicarlo todo era mediante pasadizos subterráneos. Y estos fueron la primera etapa de la visita.

«Todas estas galerías son de época actual», explicaba el director, conforme el descenso de los escalones conducía a unas bóvedas de aspecto insólito donde se mezclan estilos y se inventan otros; donde la verdad de la losa antigua se mezcla con la travesura de las enredaderas de plástico, donde se amontonan los peñascos de la antigua muralla de Sevilla a pocos metros de un spa inspirado en las termas romanas; donde los tubos de neón fingen ser la luz del día sobre los cristales que techan el sótano como si fuese un solario. «Decían, eso sí, no sé si será cierto o no, que cuando hicieron las obras de aquí al lado, en la iglesia de Santa María la Blanca, descubrieron un túnel subterráneo que llegaba hasta la bajada de Mateos Gago y más allá, pero aquí no se han encontrado pasadizos antiguos». Inma Díez, un tanto escéptica, comentaría: «Me han confirmado la existencia de túneles, porque con la información que yo ya tenía y con lo que nos han contado, me lo han dejado claro. Lo extraño es ese silencio que parece que hay en todo lo relativo a estas cosas». Sin embargo, ni de Jesús Rojas ni de Francisco Chacón se podía decir que escatimaran historias sorprendentes, como se vería más tarde.

 Todos los patios lucen la estampa clásica sevillana, aunque cada uno a su estilo. Todos los patios lucen la estampa clásica sevillana, aunque cada uno a su estilo.

Tanto el director como el responsable comercial dirigían la expedición subterránea con un sentido de la orientación imposible para un profano: lo mismo señalaban un muro diciendo que ahí empezaba una iglesia como apuntaban hacia el techo advirtiendo que por encima pasaba tal o cual calle. Una vez emergidos de nuevo a la planta baja, la sorpresa fue que seguía haciendo la misma falta una brújula: patios y más patios, todos con una estética similar; puertas y pasadizos, macetones y columnas... sin ni siquiera una sola indicación a la vista, más que, excepcionalmente, una o dos que apuntan lacónicamente hacia la recepción. Si a todo eso se une la belleza hipnótica de esta Sevilla ancestral resucitada y escondida de la vista, con todo su porte de vigas antiquísimas, estatuas, balaustradas, portones..., que también contribuyen a que uno se pierda en ensoñaciones, el comentario no podía esperar más tiempo: más de un cliente se habrá tenido que perder aquí dentro. Respuesta inmediata del director: «No. Más de uno, no. Se pierden todos los días. Y no protestan», se admira Jesús Rojas. «Hay que tener en cuenta que este no es un hotel de congresos ni de clientes con prisas, sino de un tipo de huésped muy especial, y descubrir sus entresijos, sus patios y sus espacios forma parte del placer de alojarse en él». Una vez, según cuenta el director, entraron unos paisanos de Sevilla atraídos por la belleza que se atisbaba desde fuera para ver cómo era todo aquello. Acabaron un poco histéricos. «Ella quería abrir una puerta porque había visto encima un rótulo que decía salida, y yo le explicaba a la señora que no, que eso significaba salida de emergencia. Y me dice: ¡Es que esto es una emergencia! ¡Llevo una hora intentando salir!».

La diferencia entre huéspedes de un tipo y de otro se hace especialmente llamativa cuando intervienen... los españoles. «Los catalanes y vascos sí suelen apreciarlo muchísimo y lo valoran», explica el director comercial, aunque por lo general, según afirman, suele haber un desnivel bastante acentuado entre los turistas de fuera de España y los de dentro. Sobre todo, cuando pasan cosas como perderse por los patios demasiado tiempo para su gusto o como cuando tienen problemas para llegar en coche a un espacio tan sensible como la Judería: «El español enseguida te dice: ¡Esto es un rollo! ¡Vaya rollo...!», remeda Rojas, con un inevitable mohín de contrariedad.

 La ‘pila sepulcral’, una de las grandes curiosidades de este complejo hotelero. La ‘pila sepulcral’, una de las grandes curiosidades de este complejo hotelero.

«Para valorar un hotel así hace falta que tengan mucha cultura viajera». O que amen la historia, la imaginación y los misterios, porque Las Casas de la Judería no andan escasas de nada de eso. Empezando por los subterráneos ya señalados, siguiendo por su inefable azotea, desde la que se ven todas las espadañas y torres de Sevilla en un espectáculo sin parangón, y terminando por las joyas del pasado que se conservan en el interior. Como la simbología masónica presente a lo largo de todo el recorrido, y que fascina a la guía Inma Díez tanto como la personalidad del duque de Segorbe, inspirador, creador y propietario del hotel, que se pasó la vida recogiendo todo tipo de enseres antiguos de los derribos de las viejas casas sevillanas, desde solerías hasta pasamanos de madera pasando por mil chismes y maravillas, o ese sepulcro de mármol reconvertido en pila con su chorrito y todo. Gracias a lo cual se pudo reconstruir con todo lujo y profusión este inmenso pedazo de la Judería, incluyendo alguno de sus trazados originales.

«Este lugar donde estamos ahora mismo, por ejemplo, es una calle auténtica de la Sevilla del siglo XIV», indican, y la impresión que causan esas palabras deja un silencio de estupor en la expedición. Una calle auténtica de la Sevilla del siglo XIV. Eso significa que sobre aquellas mismas losas desgastadas se vivió en 1391 el terrible suceso de la gran matanza de judíos, cuando la turba enloquecida, guiada por el genocida de Ferrán Martínez, arcediano de Écija, entró en el gueto, cerró las puertas para que ninguno pudiera escapar y perpetró a lo largo de una noche entera la carnicería más atroz de cuantas figuran en los anales de la ciudad. Cuenta la leyenda que la sangre subía una cuarta sobre el suelo. Presenciar, pues, esas losas antiquísimas imponía algo más que un respeto reverente: también una emoción perturbadora.

Inma Díez, Jesús Rojas y Francisco Chacón, en la calle del siglo XIV. Inma Díez, Jesús Rojas y Francisco Chacón, en la calle del siglo XIV.

Con todo ello estaba también impactada la cicerone Inma Díez. «Es un hotel único y con muchísimo encanto en el que se cuidan hasta los detalles más pequeños, dado que muchos de los objetos, techos o suelos, por poner algún ejemplo, son originales y se han conservado. Muy curiosas también las anécdotas y leyendas que nos han contado, que pasan desde los gustos de personajes importantes que se han hospedado en el hotel hasta leyendas de fantasmas en el recinto». Lo cual abre dos capítulos imprescindibles en este relato: celebridades y espectros (sin incluir, naturalmente, a quienes forman parte de ambas categorías).

Sobre el asunto paranormal, hay que puntualizar algo a modo de breve introducción: En Sevilla, una casa sin fantasma carece de toda posibilidad social. Es una cuestión de principios de la nobleza, de alcurnia, de prosapia casi (porque los espíritus, generalmente de antepasados o de criaturas del clero, forman parte del legado familiar). De ahí que al director de Las Casas de la Judería no le estorbe reconocer, sino más bien al contrario, que, como es natural, allí también los hay, hasta donde ellos hayan podido saber gracias a las informaciones de los huéspedes, facilitadas en ocasiones de la forma más flemática imaginable. «Una vez, una turista inglesa, creo que era, nos dijo: No sé si saben ustedes que tienen un fantasma en el hotel, un fantasma bajito y jorobado». Declaraciones similares se fueron sucediendo con el tiempo, hasta tal punto que hoy día, este pequeño ser del ultramundo forma parte de los motivos de orgullo del establecimiento. Establecimiento donde, es curioso, una de las manifestaciones sobrenaturales más recurrentes es que a uno le tiren de la manta por los pies, cuando está acostado.

El fenómeno, más que extraño, se antoja enojoso. No ya porque lo protagonice un muerto, si de eso se trata: es que ni un vivo. Pero hasta el momento no ha derivado en mayores consecuencias para la empresa ni para la clientela, que prosigue feliz su estancia ajena a esa dolencia llamada prisa y a ese fenómeno meteorológico denominado ruido, sobre este barco imaginario que surca todos los tiempos como si fuera, él sí, el más augusto de los fantasmas.

«En un 95%, nuestros clientes son turistas», cuenta Francisco Chacón. También muchos, muchísimos famosos y personajes de postín. Según el director comercial del hotel, «todas las casas reales han pasado por aquí», amén de políticos, artistas, actores... Una época que recuerdan con especial cariño es la del rodaje de El reino de los cielos, de Ridley Scott, cuando lo más granado del elenco artístico se alojaba en Las Casas de la Judería. «El director cenaba todas las noches una sopa de verduras y media botella de vino. Y entre ellos estaba también el famoso compositor de la banda sonora, John Williams. Yo ya sabía que era él porque me avisaron de que lo habían visto en el estanco de ahí al lado». Imaginar a John Williams en el estanco de Santa María la Blanca y no haber estado allí en ese momento invitándolo a un puro queda, a partir de este momento, como la principal frustración vital del 90% de los cinéfilos sevillanos. «Bueno, y Liam Neeson», cuenta el director. «A Liam Neeson le tuve que estar mandando varios años alpargatas de nazareno, porque las había visto y le habían encantado, y me hizo que se las mandara».

Entre el músico de La guerra de las galaxias comprándose un mechero de yesca y unos sellos, o lo que fuese, y la imagen de Liam Neeson ataviado con alpargatas de nazareno, la narración empezó a adquirir unos tintes oníricos tan intensos que raro fue que no se apareciese allí mismo, en ese instante, el espectro de la joroba para terminar de cerrar el círculo de lo inverosímil. Está claro que nada ni nadie, ni siquiera la imaginación más absurda, puede con la fuerza de la realidad.

Qué verdad tan grande, aquella frase del director Rojas casi al comienzo del recorrido por los patios cuando, palpando un muro, exclamó: «¡Y esto es un adarve de la muralla!», porque la muralla, más metafórica que literal, sigue estando ahí, preservando las casas, las historias y las anécdotas de este barrio dentro de un barrio, de esta Judería de la Judería. Treinta años le ha costado al duque de Segorbe producir semejante proeza. Casa de la Dama, con la cabeza de madera que le da nombre; Casa de Mosé Bahari, la única de todo el complejo que se sabe a quién perteneció; Casa del Jurado, que es aquella que el citado pasadizo volado del principio (el que recordaba el camarote de popa de un galeón) une en la actualidad con el Palacio de Altamira, antiguo del duque de Béjar. Casa del Corral, del Veinticuatro, de los Músicos, del Relojero, del Tallista... patios de la Vaquería, de los Cartujos, de los Padilla, del Adarve... Y lo que aquí se cuenta es solo el principio. Ahora será cuestión de los propios sevillanos, en cuyo corazón duerme este precioso barrio escondido, indagar en busca de más, subir a tomar café junto al japonés que guasapeaba (que lo mismo sigue allí todavía, de relajado como estaba) o, en su defecto, seguir ejerciendo de fantasma de su propia historia.

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